5 ORGASMOS PARA LA MUCHACHA RENACENTISTA





Porque llegado el momento era un forcejeo donde ella sentía explotar todos sus sentidos mientras jalaba de mis cabellos, frotaba con fuerza mis brazos vigorosos, luchaba debajo de mis 100 kg de peso, entornillaba sus piernas con mis largas piernas hasta querer quebrar mis huesos, moviendo las caderas en un frenesí donde gemía con delirio, besaba mis labios, enarcaba su cuello una y otra vez, desesperada, feliz, choque a choque entre dos sexos que parecían el de un león y una leona que batallaban las lides del amor donde ella resistió vanamente al orgasmo que se le vino cuando se rindió ante mí, cuando minutos antes, la muchacha de piel blanca, ojos claros y cabello castaño, en pleno acto de amor, empezó a temer por ella misma cuando le decía que estaría en cada uno de sus pensamientos, cada segundo, que cada aspiración de aire llevaría mi nombre y que desde lo más profundo de sus sueños, aparecería para hacerla mía una y otra vez, arrebatándole el alma que le había pedido y se negaba a entregarme. En ese momento, mientras mi voz más gruesa se hacía, expresando con sumo placer que sentiría todas las noches el hondo peso de mis pasos, cruzar la ciudad, bufando con la ira de los amantes condenados, los que se entregaron a los placeres benditos para los cuales los invencibles nacieron, sintiendo mi voz torva y negra vociferar su nombre desde todas partes, sin que ella tuviera lugar dónde esconderse, dónde escapar, porque sería mía una vez más, ella dejó de verme con los ojos de muchacha apasionada, para decirme, ¡no, no sigas, me das miedo, no es normal lo que me dices, parece satánico!
Por eso, cuando tuvo el orgasmo donde piel a piel, al entrar violentamente a velocidades superiores a las que jamás antes conoció en sus 22 años, supo que ya era demasiado tarde, que podía decirme una y otra vez que no me amaría nunca, que no me daría su corazón, que siempre sería libre, entre besos ardientes que ella misma me robaba, entre abrazos donde sus manos terminaban apretadas junto con las mías, en forcejeos de los cuales corroboró que para ella ya era demasiado tarde, que orgasmos tras orgasmos, me había llevado de ella todo, absolutamente todo cuando sentía cómo su sexo se inundaba de flujos constantes a cada momento, flujos que no cesaban mientras cerraba con fuerza sus ojos ante el deleite de ese rictus de felicidad donde nunca antes se sintió tan mujer.
Porque al ordenarle que se pusiera luego encima de mí y sentir la dicha de verla desde otro ángulo, hasta sentir el calor que salía de su parte contranatura y la sonrisa con la cual me amaba, su piel se hizo cada vez más tersa, suave, demasiado suave, piel que era acariciada con delicadeza y poder, como quien recorre con adoración un  cuerpo que merecía ser reconocido milímetro a milímetro, en ese vientre a vientre, mientras ella sin poder controlar lo que sentía, se echaba hacia atrás, en pleno frenesí donde volvía a tener más orgasmos, a la par que le jalaba de su larga cabellera y mis manos maestras sabían de sus hermosas formas, de esa cintura donde ella reinaba sobre el mundo, de esos senos de muchacha adolescente y pezones claros que en mis manos parecían la gloria buscada por Miguel Ángel o Leonardo Da Vinci, cuando quisieron buscar la perfección de los cánones de belleza que esta muchacha de cuerpo renacentista poseía.
Tus labios me recuerdan mis años inocentes de niño, le decía mientras los probaba con gula, por ser demasiado suaves, no conocidos en todas las decenas de muchachas que fueron mías,  me recuerdan las experiencias sublimes con los besos de musas, esos manjares recubiertos de chocolate que tanto me gustaban cuando era niño y que solo me los compraban cuando algo extraordinario había hecho.
Porque al tenerla en la posición de los que saben apreciar la vida, con mis dos manos sujetaba de su larga cabellera, sin piedad, jalándole con toda mi fuerza mientras estando dentro de ella una y otra vez, me acomodaba para besar esos hombros claros, soltando una mano para partir con la uña firme desde su nuca hasta el final de la columna, para rasgar esa piel que dejaba un surco rojo donde ella volvió a reventar de placer para tener otro orgasmo.
Fue mía algo de una hora y media, donde nos conocimos como si hubiera sido de toda la vida. Fue el placer para mis manos y ojos de tener una muchacha tan voluptuosa y de formas precisas, que me hicieron entender otras épocas, donde en otros años, su biotipo enloqueció a Reyes y Caballeros Templarios que por belleza como la de ella, iban a las cruzadas o fueron razón de ser de las novelas de caballería.
En el beso de despedida, en ese abrazo fuerte donde mis manos dominaron una vez más su cintura escultural, al entregarme sus ojos, le dije que no había nada qué temer, que solo habíamos hecho el amor, que su alma seguía dentro de ella. Lo que no supe era de sus pesadillas nocturnas, de temer siempre ello, que la poseyeran por las noches sin que se pueda resistir. En ese momento entendí el forcejeo cuando no me vio a mí, sino al maligno, al que le arrebataba el amor todas las noches, cuando en el cuerpo a cuerpo, usó inútilmente toda su fuerza mientras la contenía con todo mi vigor, hasta que el placer venció y derrotada, con unos besos a la francesa me lo dijera todo, para seguir amándonos, por una hora más, como solo amaron los griegos y romanos, en los mejores momentos de la historia, en la era de las bacantes, como cuando le hundía mis uñas en su piel y, los inspirados escribieron, sobre el amor.

Julio Mauricio Pacheco Polanco
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