CUANDO PREGUNTAN QUÉ ES EL MISTERIO



El silencio lo podía decir todo. Una calle vacía en plena madrugada justo cuando amanece. Muchachas a las cuales se les recordaba con una mueca en los labios. Un tabaco por prender. Algunos ebrios discutiendo sobre cosas que hablan de las derrotas de los niños. Hombres apurando el paso para ir a las fábricas a trabajar. El comercio sin abrir. Un silencio que no era necesario compartirlo con nadie. No, no es que no tuviera sentimientos, no es que hubiera perdido mi sensibilidad, podía ser solidario con el hombre solitario que no soportó las noches del mundo, con los que en sus ojos rojos se ocultaba la orfandad total. Hace años, mucho tiempo, soñé con un mundo mejor, hasta el extremo de entregarme de lleno sin importarme que ello implicara volver a los internamientos, a los psiquiátricos. Al voltear la esquina hay un muchacho que grita desaforadamente, está gritando como solo pocas veces se grita en esta vida. Ella no le hace caso. No todos tienen los privilegios que yo tuve, pensé. En ese momento percibí un adiós donde alguien estaba destinado a la tragedia. La muchacha paró un taxi y se marchó. Unos golpes llenos de impotencia contra la pared sonaron como cráneos estrellados ante lo definitivo, lo que no tiene marcha atrás, eran como esos cráneos en las horas cuando se está en cuenta regresiva, cuando se sabe que algo está muriendo para siempre dentro de uno.  Calé mi tabaco. Recordé esas escenas, la soberbia de quienes no supieron amarme, esas muchachas que ahora son mujeres solitarias, llenas de arrugas, con la batalla perdida ante el tiempo, desacreditadas ante la belleza de las nuevas soberanas. Nadie gana ni pierde en el amor volví a pensar. Algunas de ellas ahora están locas. Tal vez pudo haber sido distinto si se hubieran detenido antes de subir por ejemplo, a ese taxi.
El misterio, me pregunté, qué es el misterio: nada, concluí, nada, mientras acomodaba el cuello de mi casaca levantándolo. Las estrellas una vez más estuvieron para mí cuando de incógnito, recorrí esas calles donde fui rebelde y no me rendí. Alguna vez pensé que no podría con todo, que mis gritos a la Luna eran reclamos sordos donde me enfrentaba contra lo que no me entendía. Unas cuantas horas orando con desesperación frente a un santo en La Catedral cuando era un muchacho extremadamente flaco a mis 17 años,  o la certeza que mis 95 kilos de peso para mi metro ochenta no significan todo lo que tuve que aguantar. Después de todo, fui puro instinto siempre. Ante ello no se me puede reprochar en nada el ser desconfiado. He sabido procurarme de fieles amigos a quienes en su momento puse a prueba, amigos que no necesito y que no me necesitan, pero que sabemos estamos presentes cuando las banderas son quemadas, cuando es necesario recordar quiénes somos.
Pensé en la soledad por un momento, fue duro conquistarla, tan duro como ahora me es indiferente dejar un billete sobre el lecho y decir: te llamo otro día, y sentir lo que todos los hombres sentimos cuando somos libres, los que no perdemos el tiempo soñando con mujeres muy bellas que desvelen y provoquen libros extensos que terminen como soporte para las macetas sin nunca haber sido leídos. Estoy recordando a Madona y sus declaraciones sobre su vida. Una  muchacha que no llegaba a los 20 años había llegado a Nueva York y se había metido dentro de un mundo de hombres donde aprendería lo que los Maestros saben de la vida. El plus de ella fue que lo logró. Pocas personas logran algo rescatable en la vida. Ella logró algo raro, ser una feminista diferente, una feminista que declaró hace pocos días que tuvo a un Sean Penn para que les rompiera el trasero a todos los hijos de puta que quisieron destruirla. Pero pocas relaciones duran como uno quisiera. Esta es una generación extraña, el amor ya no existe, es algo cursi. La fe, la esperanza, el consuelo ante la soledad se han diluido entre calles solitarias donde es difícil confiar, mejor dicho, no se busca en quien confiar, tampoco hay el mínimo esfuerzo por espantarse ante la soledad. Uno está cómodo curiosamente así. Porque al voltear entre los gritos de los beodos que discutían cosas sin sentido, el muchacho había llegado a su fin, y sin embargo sabía que se recuperaría. El misterio seguramente era eso: batallas donde se perdió sin tregua en los que un niño de golpe fue lanzado brutalmente al mundo para que se hiciera hombre a la fuerza, sin ningún segundo de descanso, expuesto a todos los ataques posibles hasta destruirlo. Pero no nos destruyen. No estoy de acuerdo con esta forma de proceder. El tiempo me ha dado otras satisfacciones: ver a los desgraciados podrirse en sus mierdas. Los que hemos quedado, hemos pasado el filtro. El muchacho está sentado en plena acera llorando como solo lo hace un niño. La gente empieza a poblar las calles y prefieren no verlo. No puedo hacer nada, mejor dicho, no debo hacer nada, el corazón sana solo, sin ayuda de nadie. Camino por las calles de la ciudad, y pienso en todos los culos rotos a patadas por Sean Penn cuando era necesario ser más fuerte que todo el mismo mundo, incluso ante sí mismo cuando la esposara a una silla para que ella no se fuera de su vida. A veces no hay opción ante nada cuando estás avanzando contra todo en medio del mundo y sabes que las derrotas son cosa de todos los días, cuando éstas te enseñan a ser invencible quieras o no. ¿Querían saber qué es el misterio?, quizás eso es, quizá.

Julio Mauricio Pacheco Polanco
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