DE LOGIAS Y OTRAS DESLEALTADES



Regalabas marihuana a tus amigos y amigas, pensabas que eso era el mundo intelectual, que la bohemia lo permitía todo. Defendiste tanto el consumo de las drogas. Se encerraban en una habitación y fumaban todo el puto día hasta no poder estar en pie. Ya no había fuerza para nada, solo para estar echados en unas camas, escuchar temas de Jim Morrison y festejar que cantara drogado para miles de personas que hacían lo mismo. Creías en los amigos. Decías que había un código de honor que significaba como una alianza, que entre todos se protegerían, eso lo decía el tatuaje que llevaban en los brazos. Pero no contaste con que la piel aguanta más tatuajes, que el pellejo de los miserables que nada tienen que defender no contempla a nadie. Alguien que no tiene nada qué perder no es alguien en quien se pueda confiar. Pero eso no lo entendías o no lo querías entender.
Muchos sueños así fueron destruidos. No es condenable por ello la paranoia. El sentirse abrumadoramente solo. Total, las personas aprenden a perdonar. El olvido es algo que lo resuelve todo. “¡A la mierda!”, es una expresión tan usada. Porque aquella noche, luego que lanzaran hasta solo quedar inútiles en las camas, escuchando voces, viendo cosas propias de las alucinaciones, sentías que el mundo valía la pena, que los poemas recién tenían sentido, que leerlos bajo ese estado era ser superior. Tu intelecto se llenaba de sabidurías repetías, y no te niego razón alguna cuando decías que veías el mundo de manera diferente, que quizá la marihuana sería la respuesta a un mundo sin escapatoria, donde la gente era bien perra, total, con unas botellas de cerveza se hacía más tolerable no el tedio, que a eso estamos acostumbrados, sino el cansancio de luchar por una causa llamada: revolución.
Ella te miraba y con sus ojos te decía te amo. La psicodelia eran paraísos donde el mundo tenía el verdadero sentido. Sonreían, reían. Ser estúpidos tenía razón de ser. Quizás eso necesitaba todo el mundo en medio de guerras, bombas y terroristas. No sabías que nadie es respetado, que no hay hombre en este mundo al cual se le tema lo suficiente como para hacerle sentir la soledad, la pérdida de la fe en los amigos, el ver a todas partes y no encontrar a nadie de quien fiarse.
Borrachera tras borrachera, todo fue tomando un distinto rumbo entre las calles y los libros. Tu religión se acabó cuando viste esos rostros, cuando corroboraste todo lo que era razón de tu lucha. Sin embargo ya era tarde. No podías dar marcha atrás a tu adicción, ella tampoco. Observaban los tatuajes una y otra vez. No podía ser, algo estaba mal. Una y otra vez los tatuajes eran vistos. Esos rostros, las risas, la burla. Y no podías mover ni un brazo siquiera. Estaban tan desamparados. Apenas pudiste ver las botellas desparramadas en la habitación. Habían abierto la puerta, pequeños ajustes de cuenta donde no te perdonaron ser el primero, el que alguna vez habló con compromiso sobre las letras, cuando la poesía era una apuesta por el ser humano, por todos los amigos que tenías, porque los tatuajes lo repetían, era un pacto, y los vistes cuando se desnudaron, cuando sin poder decir nada, balbuceando apenas, ella era desnudada sin poder evitarlo, como un cuerpo sin peso. Claro que viste esos rostros. Esa tarde la poesía que tanto defendías cambió de discurso. Porque acomodaron tu rostro para que lo vieras todo bien, de cerca. 5 tipos hicieron lo que les dio la gana con tu mujer, no lo creías, todo se mezclaba dentro de tus entorpecidos pensamientos, muchas imágenes, todos los delirios, eras un Aleph que repasaba todo lo leído, tantos libros, tantas tardes de compañerismo.
El que nada tiene que perder no es digno de confianza. Lo peor de todo es que seguiste fumando y ella también. Todo fue olvidado, olvidar es algo tan de costumbre. “¡A la mierda!”, es una expresión tan usada. No pensaste que la piel puede aguantar más tatuajes, pensabas que eran para siempre.
Ahora sabes que no es así.

Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor

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Julio Mauricio Pacheco Polanco

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