EL ESCRITOR PRUDENTE
Qué podía hacer, quizá nada,
absolutamente nada. Me había jugado del todo limpio, sin que alguien pudiese
insinuar alguna deslealtad o trampa. A
fuerza de no querer ser como los demás, fui desplazado a un margen donde el
silencio era mi consuelo. Aquella noche, sentado junto con el poeta, en el
balcón de un café que quedaba al lado de una discoteca de ambiente que yo
ignoraba y desconocía, compartía la conversación a la casi medianoche con quien
de manera cansina se servía su cerveza y me hablaba, con su acento arrastrado,
tal vez por el cansancio acumulado de las labores del día, porque me hablaba
con desgano, sin entusiasmo. Nos habíamos encontrado en la plaza de armas de la
ciudad. Si fuimos a ese café, fue porque alguna vez le canté de manera improvisada
con el previo permiso del dueño del local y los músicos, una canción dedicada a
quien en su momento fue una de mis ex´s. En realidad ese tipo de locales es
solo para muchachas que quieren pasar la noche conversando entre ellas,
sin ningún ánimo de flirtear en algo que
ya nadie creía. ¿Quién en su sano juicio, después de haberse involucrado con
otra persona, querría repetir la experiencia?, creo que nadie. Era un café
donde se garantizaba estar solo, bien tomando un café, un agua de soda, o una
cerveza desde el balcón por ejemplo, que daba a una de las calles principales
de la ciudad, esas calles vacías a media noche, donde el acceso vehicular es
restringido, donde uno mira de curioso de vez en vez y de pronto reconoce a
alguien, una amiga, un amigo, alguien que en una ciudad tan pequeña como lo es
Arequipa, con apenas algo de un millón y medio de habitantes, hace reconocible
entre la multitud de personas, a todas
las personas que uno pueda conocer, digamos, a los 45 años. Porque eso pasó
justamente, ya que al ver hacia las calles solitarias él andaba apurado, para
ser exacto, parecía estar bajo los efectos de la cocaína, cosa que corroboré
minutos después cuando luego que lo llamara para compartir la mesa junto con el
poeta, su aspecto violento, su discurso invasor, como si acaso las buenas
maneras y costumbres se le hicieran extrañas, desconocidas, hizo que tomara mis
medidas. No, había cometido un error y me había llevado una decepción más. Otro
de los amigos con los cuales había compartido mi aprendizaje en la adolescencia
cedía al miedo, a la angustia, a la necesidad de consumir drogas para sentirse
tranquilo, demasiado bien, seguro de sí mismo. Yo sé que todos tenemos nuestros
propios temores o miedos, que se manifiestan con más crudeza por las noches en
medio de calles vacías. Él era uno de ellos, de los que erraban por la senda de
los vicios mayores, de los que no se retorna.
Porque cuando se expresó de mí
ante el poeta, le dijo que yo pude ser un gran ingeniero. Y tuvo razón. La fama
de ser bueno para las ciencias, al menos para los de mi generación, me
otorgaron el crédito ante un destino probablemente exitoso, sobre todo en un
país minero, donde los que hacen mover toda la finanza y comercio son, desde
los que mueven grandes capitales, hasta los que trabajan en las minas, sean
formales o informales. Opté por no hacerle caso. Fue un buen amigo en su
momento, sincero, alguien que me evocaba recuerdos de cuando todos fuimos
inocentes, libres de culpa, en noches de concierto, cuando se usaba el cabello largo,
cuando se compartían botellas de ron en los parques, cuando la vida no era para
nada dentro de nuestras esperanzas, a lo que es ahora. Sorbí mi agua de soda,
él se pidió una cerveza. Hacía frío. El poeta inmediatamente reconoció ciertas
características a quien había invitado a subir pasándole la voz desde el
balcón, para compartir la mesa. Ambos eran de otra ciudad. Empezaron a relucir
ese orgullo de los arraigados, de los que evocan su terruño con nostalgia, de
los orgullosos y del orgullo de no ser de aquí, a pesar de llevar la ciudad en
lo más hondo de sus sentimientos, ese cariñó a la ciudad, esa identidad que no
tenía nada que ver cuando se trató siempre de hablar de dónde provenía la
familia de cada quien. Por ello preferible no hablar de El Puerto Bravo de
Mollendo. No tenía nada qué enseñarles. No tenía por qué mencionar de los
clavados de más de 50 metros de altura que los porteños mancebos realizaban en
verano en medio de aguas bravas, un mar picado, y toda una gran familia
conformada por pescadores que de vez en cuando solían perderse en alta mar por
días enteros, a veces un poco más, dándoseles por muertos casi siempre, hasta
verlos a lo lejos del horizonte aparecer, como los que regresan de la muerte y
tienen la sonrisa en el rostro mucho más fuerte de como cuando salieron felices
a pescar, y por supuesto, las espaldas más morenas y saladas.
Pudo ser un gran arquitecto,
volvió a decir de pronto cuando el tema del terruño se acabó entre los dos,
mencionando algunos apellidos, mencionando algunas costumbres, algunas propiedades, una tradición muy común en la
ciudad. Resulta que la mayoría de arequipeños vienen de familia de hacendados.
Al menos así lo relatan entre conversas
acompañadas con cervezas y música propia de los pubs. Pero claro, a los
ebrios no se les toma muy en serio, creo que nadie toma en serio lo que un
ebrio pueda decir o hacer. Lo mejor en estos casos es dejar hacer, dejar pasar
y, no complicarse con la conversación sabiendo ya que es preferible evitar a
personas que se hacen pesadas en el compartir una tertulia.
Pudo ser un gran mujeriego le
dijo finalmente al poeta sobre mi persona, ante lo cual, el poeta de manera
relajada e indiferente le comentó que sí, que yo era un gran mujeriego. Volteó
a verme a los ojos, y en ese momento lo recordé cuando una noche en pleno
centro de la ciudad, cuando estaba con la rubia de ojos claros con la cual
salía siempre, él pasó a mi lado golpeando uno de mis brazos. Mi reacción fue
agredir a quien lo hizo, pero al verlo a él, sinceramente no entendí nada.
Preferí no hacer nada, era un amigo, y a mis amigos no les parto el alma, o al
menos eso hacía en esos años cuando creía que todo se resolvía a golpes, cuando
siendo un escritor, debía ejercer el uso de la palabra para evitar desgracias,
problemas ante resultados de médicos legistas por lesiones y demandas, pequeños
malos momentos donde solo se pierde el tiempo. Dos horas después el amigo
estaba apenas en pie cuando le había dicho al poeta para internarnos en un
night club para ser felices entre muchachas jóvenes que hacían shows para los
citadinos. ¿Y tu amigo?, me preguntó el poeta antes de tomar el taxi. Lo vi,
apenas se mantenía en pie. Observé bien su terno, su talla similar a la mía.
Los mismos aparentes 95 kilos que los míos, con esa pesada contextura que
atemoriza a cualquiera en esta ciudad donde el promedio de talla es de 1.68 cm.
Vámonos poeta, le falta mucho para ser gente. Era un amanecer más en la ciudad.
La prudencia me enseñó una vez
más a ser más sabio.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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