EL ESCRITOR QUE NO PAGABA A TERAPEUTAS
Sentado en esos cómodos sofás de
la Biblioteca Mario Vargas Llosa, una tarde como son todas las tardes
cualquieras, al pasar por el estante de textos de poesía y narrativa peruana,
encontré un texto que inmediatamente reconocí como valioso, era de Giovanna
Pollarolo: Entre mujeres solas, un poemario revelador. Me acomodé como dije al
inicio en el sofá que es muy diferente a las gradas de la Plaza San Francisco
donde no se puede leer, ni mucho menos soportar el terrible sol de las tres de
la tarde. Esos sillones siempre tuvieron la virtud de provocarme unos sueños
deliciosos a tal punto de empezar a sospechar que en dicha Biblioteca, su
atmósfera estaba contagiada de algún gas soporífero que habían hallado en los
estantes de esos miles de libros que bien el Marqués de Vargas Llosa bien tuvo
en donar a la ciudad.
El texto era sumamente bueno,
revelador para mis conocimientos de la mujer, sobre todo cuando hablaba de los
apuros de las mujeres ante los amantes, o mejor dicho, el deseo de tener al
menos un amante. Esos secretos me pusieron ardiente. Cogí mi celular y envié un
mensaje desde el whatsapp a una de mis mujeres, la más tetona. ¿En media hora?
Y como les relataba, era una
tarde cualquiera, donde este tipo de amantes al paso que supe proveerme,
siempre estaban atentas, listas, bien bañaditas, esperando a que timbrara el
celular, a ver si había algún mensaje mío. ¿Qué dónde las conocí? Me costó
bastante trabajo dar con ellas, no creo que por ello sea justo revelarlo.
Llamé a la más tetona porque
últimamente se hacía la desentendida cuando al finalizar nuestras sesiones de
sexo, cuando la tenía boca abajo, con su sexo sobre una almohada, les hacía el
sexo contranatura. Al principio yo también me hacía el desentendido. Ya después
en las siguientes sesiones se volvió parte del encuentro espontaneo de esas
tardes cualquieras.
El trato era no hacerlo por
atrás. Pero entre amantes, llegado el momento, se rompen las normas
establecidas, hasta llegar hacer todo lo que uno se permita, sin límite alguno.
Dejé el poemario de Giovanna y
salí de la Biblioteca. No solo fue el libro lo que me puso calentón, fueron
también las piernas de una muchacha de unos 19 años a quien me la estaba
comiendo con los ojos. Mejor dicho, salí con la verga erecta del lugar. Eso ya
era algo habitual en mi persona, ¿qué?, pues el de andar con la verga erecta
por las calles.
Bajé unas cuadras para comprar
los preservativos de alguna botica o farmacia. Nunca confié en los condones que
ellas traían en sus bolsos, podrían estar agujereados y romperse en la hora de
sexo continuo que tenía con ellas. Yo mismo me coloca estos preservativos.
Sabía que no era cuestión de ponérselos y luego follar y follar, había que
evitar que se llenaran de aire, la fricción contante los hacía reventar, y
digamos que mis espermitas o líquido preseminal me podrían poner en aprietos.
Yo no deseaba embarazarlas. Creo que ellas tampoco. En eso teníamos mucho
cuidado.
Bajé unas cuadras más mientras
hice una pausa en una bodega antes de llegar al hotel, para comprarme un néctar
para beber. El sexo me hace transpirar bastante como a todos, y suelo perder
cerca de un kilo de peso entre arremetidas o como se dice chabacanamente:
“entre 500 planchas hechas sobre ella”. Siempre he terminado con las piernas
marcadas después de cada encuentro, por ello he pensado que el sexo es mejor
que ir la gym, con mis 95 kilos de peso que cargo en mis brazos cuando estoy
haciendo las poses para el amor, tengo el mejor entrenamiento, al menos así me
siento, y el néctar, ah, para beberlo después de haber terminado la hora sin
que necesariamente eyaculara o llegase yo al orgasmo o clímax. Muy distinto de
ellas que siempre alcanzan varios mientras son mías.
Volví a sacar mi celular para ver
la hora mientras llegaba a la puerta del hotel. Prendí un tabaco mentolado para
hacer una breve espera. Lo apagué, como siempre, era muy puntual, tan caliente
como yo, con las mismas ganas.
Era una tarde cualquiera. ¿Y
quién dijo que un libro de poemas no pone a uno ardiente? Le comenté eso a la
muchacha, sobre Giovanna, que debía leerla. Así pasamos toda la hora entre sexo
continuo y opiniones sobre lo escrito por la Pollarolo. Mejor dicho, era yo el
que hablaba toda la hora entre gemidos de ella, orgasmos, y mi manía de
evitarme así las terapias con las psicólogas, hablando sin parar durante una
hora de sexo continuo.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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Julio Mauricio Pacheco Polanco
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