EL ESCRITOR SALAZ QUE DOMINÓ A LA LEONA



Es que soy estrecha. Era otra debutante a la cual le había aclarado que yo era difícil de satisfacer, que normalmente suelo hacer horas de horas el amor y mi apetito no es saciado. Al principio, cuando empezó a morderme y hundir sus uñas afiladas abriendo surcos por mi espalda, pensó que era un fanfarrón, pero cuando de pronto su sexo se abrió hasta ceder a mi voluntad, dejando de lado ese cuento de que era estrecha, no solo empezó a enamorarse, sino que empezó a entregarse al momento de hacer el amor. Porque no solo empezó a gemir de verdad y a decirme que quería sentir lo que yo sentía cuando la penetraba, haciéndome todo tipo de preguntas, desde dónde vivo, a qué me dedico, que con quien vivo, si era soltero y sin hijos. ¿Por qué no te casaste?, esa pregunta era una constante en mi vida con todas las mujeres que eran mías. He pasado de las 50 mujeres, ¿no crees que es suficiente razón?, pues no quiero quedarme con una sola, las quiero a todas.
Cuando la desnudé, contemplé un ombligo perfecto, una obra de arte echa por un obstetra que quiso hacerle un favor para cuando conociera el amor, si acaso empecé a hacerle el amor besándolo con deleite, porque además de ser alta, sus senos grandes, eran  perfectos para mis pequeñas manos que empezaron a engolosinarse en estos cuando ella estaba sobre mí y se deshacía en besos, en te quieros, mientras me pedía el número de mi celular, si acaso sin dudarlo, me entregara el ticket del suyo que suelen entregar cuando adquieres un nuevo equipo,  claro que era un número que ella no sabía de memoria y que me lo entregaba para que la llamara cuando quisiera, que era mía y, que quería seguir siéndolo, esmerándose en sus movimientos,  sonriendo para mis ojos de felicidad, repitiendo que era una leona, que así se sentía conmigo, mientras sujetaba con fuerza de su cabellera larga, para luego alzarla en peso y colocarla en las posiciones que deseara sobre la cama.
Quizás entendió que era yo alguien con quién podía conversar sobre la vida mientras hacíamos el amor, porque de inmediato, luego de la primera hora de sexo continuo, empezó a quejarse conmigo por las cosas que le pasaban, que sus problemas de pronto al confesármelos me hicieron entender que me estaba tratando más que como a un amante elegido, sino, como al terapeuta que necesitaba, para liberarse de todo lo que le agobiaba, esas tensiones que solo pueden ser tratadas de manera eficaz con una buena hora de sexo continuo donde sus ojos enloquecían y no paraba de jadear. Sí, pensé, la mejor terapia para cualquier tipo de problema, es el sexo, el sexo alivia cualquier pena, las amarguras, los desazones o la soledad, donde pareciera que nada vale la pena. Y fue entonces que la hacía feliz mientras le decía que era mi gatitta, una muchacha con características propias de las mujeres del Mediterráneo, no solo por su biotipo, sino por lo ardiente que era en el lecho. Para ser más puntual, pasamos de la hora de sexo y seguíamos en los movimientos frenéticos, con su sexo chorrreando y bien caliente, olvidándose de todo, con ganas de seguir haciendo el amor sin parar todo lo que fuera posible.
Luego de ordenarle todas las posturas posibles donde dominada a la leona en celo, contemplaba de vez en cuando su sexo perforado, esos labios donde quedaba el orificio por el cual yo entraba y salía con mi vigor sexual, le pregunté si quería seguir viéndose conmigo. Para el momento, ella ya estaba rendida, dispuesta a complacerme en cualquier antojo mío, sumisa y femenina, hembra al fin y al cabo, sensibilidad hecha para el placer, complacida en lo que de pronto le pareció algo muy lejano de la realidad, como si nunca hubiera conocido a alguien que doblegara su vagina estrecha, hasta de pronto vencer la terquedad de su pelvis, para luego sentir sus paredes vaginales abiertas, un territorio libre donde yo era el dominador.
Al ver la hora en el celular, comprendí que esa mujer había hecho un derroche de energía superior al cual estuvo acostumbrada con cualquier otro amante. Me entregó su número y me pidió que no la olvidase, que la llamase, si acaso se aseguró primero de guardar mi número con diligencia, repitiéndolo con nerviosismo una y otra vez, gastando el saldo que le quedó para llamarme y verificar que no le mentía, que nuestro reencuentro sería pronto, con esas ansias con las cuales me besó, cuando supe en ese momento que toda presentación, donde dijesen que eran leonas indomables, jamás pudieron disuadir mis deseos, al ver traseros desnudos, donde el feliz había de ser yo, una vez más.

Julio Mauricio Pacheco Polanco
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