EL POETA EN EL MANICOMIO



Cuando salí de la sala de observaciones donde estuve 8 días sedado, casi dormido todo el tiempo, hecho un idiota, sin poder coordinar ningún tipo de pensamiento, amarrado de las muñecas con correas de cuero a la camilla, donde me inyectaban cada cierto rato una ampolleta de Haldol, pasé a una habitación donde de pronto el silencio venció. Los pacientes tenían un rostro inexpresivo, mi rostro era impasible, ni un solo gesto expresaba, y entonces vi a quien sería mi compañero más cercano de cama. En la habitación habían seis camas. Yo simplemente no entendía nada, las razones de mi internamiento, solo sabía que a partir de ese día, cuando lograba por fin caminar, a pesar de arrastrar las piernas por tanto sedante que me habían puesto vía intramuscular, mi lucha sería un constante defenderme contra los médicos y los alumnos de medicina. Cada visita médica era una resistencia donde se me aumentaba gradualmente la dosis de drogas enervantes. El propósito no era “curarme”, el propósito era que abdicara, que aceptara que estaba loco. Cada vez se me hacía imposible defenderme. Las drogas me embrutecían, ya apenas podía hablar.
De ese primer día dentro del pabellón en el sector de varones, recuerdo a ese hombre, de casi 50 años, quien tenía un rostro irrepetible, un cuerpo deforme y un habla lenta, propia de los que han sido sometidos a las lobotomías. No, no era literatura, no era que yo estuviera escribiendo una horrible pesadilla, era la realidad, y lo peor era que no sabía por cuánto tiempo estaría internado en ese psiquiátrico. Hasta que aceptes que estás loco, fue lo que me dijo finalmente el psiquiatra.
Al darme cuenta que todos me temían, decidí guardar silencio. No quise intimar con nadie. Mi silencio invadía los espacios por donde me desplazaba en un pabellón donde no había luz solar, donde estuve a la sombras unos cuantos meses.
Solía levantarme temprano y trotar en un espacio reducido, es decir, alrededor de una mesa de ping pong, durante más de una hora. De alguna manera tenía que serenarme y no terminar perdiendo el control. Era tan sencillo para las enfermeras inyectarme ante cualquier intento mío de querer escapar, de querer rebelarme. Si acaso eso me hicieron entender en la sala de observación los 8 días que estuve allí hospitalizado hasta que me hicieran entender que en el psiquiátrico no tendría la protección de nadie, que estaría solo entre cerca de 30 pacientes violentos, capaces de todo, más de lo que yo pudiera haber imaginado.
Mi padre solía visitarme dos veces por día, llevándome el desayuno y la cena, siempre me escuchaba, escuchaba mis quejas. No lo sabía, pero sería así por 5 internamientos más, hasta el último donde me hicieron una cura de sueño, donde se me borró la memoria que recuperé en parte después de 3 meses.
El pabellón era silencio porque el silencio era yo. Por donde pasara en esos estrechos pasillos oscuros los ojos evitaban verme. Había aprendido a afeitarme sin tener un espejo. Había aprendido a mantener a distancia a los más violentos en base a un silencio que era precedido por una mirada llena de ira, una mirada fija que reclamaba justicia, que viera donde viera, estaba dispuesto a todo.
Fueron 15 largos días donde el pabellón guardó temor y silencio, días en los que trotaba todas las mañanas en la sala de ping pong y cuando, solía sentarme en la sala de estar, se me era otorgada la soledad, el no ser fastidiado.
15 días de preguntarme constantemente por qué. Era la Dictadura de Alberto Fujimori. Yo era el Poeta que había peleado por la Libertad de Expresión.

Julio Mauricio Pacheco Polanco
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