LA CIUDAD DE LOS HOMBRES QUE ESCRIBÍAN
Al llegar al café a una hora
puntual, los presentes llevaban una mochila llena de libros, eran libros
escritos por ellos mismos, libros que definían su manera de pensar, libros que
los explicaban y que no fueron nunca publicados, que no tenían afán de publicación.
Eran libros para sí mismos, para sus largas conversaciones, entre tazas con
café, tabacos, y la agradable vista desde Las Terrazas, de una hermosa ciudad
donde con el transcurrir del tiempo, cada uno de sus habitantes había revelado
su más recóndito secreto: eran fieles escritores, personajes que diariamente se
dedicaban con pasión a sentarse por las noches, sea frente a una máquina de
escribir o, un ordenador, desde donde defendían sus posturas ante diversos
temas, para cuando se reunieran en esos cafés, donde las tertulias se
convirtieron en la más inverosímil forma de comunicación.
Aquella mañana de café, los
presentes debían opinar sobre algunos problemas cotidianos donde avisados por
la ligereza de la generación anterior, al momento de tertuliar, comprendieron
la importancia del discurso, de la carencia ante el tiempo, al momento de
opinar sobre algún tema en cuestión, porque apenas alguien mencionaba por
ejemplo la palabra: “política”, lo primero que hacían era abrir esas pesadas
mochilas y buscar el texto que llevara el título de “política”, para poner
sobre la mesa del café, extensos libros de más de 1,000 páginas luego de decir:
“esto es lo que entiendo por política”, cosa que de inmediato los sumergía en
lecturas de estos extensos libros donde leídos en simultáneo, hacían amenas
esas inacabables mañanas donde se leían, a pesar de ser extensos libros de
1,000 páginas como reitero, era la manera más precisa que habían encontrado
para definirse al momento de defender sus posturas. Podían pasarse semanas
enteras en las cuales se citaban siempre al mismo café, solo para leerse y
saber qué opinaban los presentes sobre el término puesto como ejemplo, en
cuestión. Acabados de leerse, se guardaba un silencio placentero, como si todo
lo que tuviera que haberse dicho estuviera consumado. Probaban del café, hasta
que de pronto alguien mencionaba la palabra: “ideales”, para de manera
inmediata, los presentes volviesen a buscar en sus pesadas mochilas, para sacar
otros pesados libros de la misma cantidad de páginas, para ponerlos sobre la
mesa y decir: “esto es lo que creo sobre los ideales”, ante la reacción
inmediata de los demás contertuliadores que hacían lo mismo, colocando pesados
tomos donde habían escrito sobre lo que entendían sobre los ideales.
Habían entendido que una simple
disertación de horas no era suficiente para explicarse completamente, que era
necesario hacer uso de todo su bagaje y acervo cultural, donde remitiéndose en
las disciplinas que estudian la sociedad, desde la historia, filosofía,
sociología, antropología, psicología y cuantas fueran necesarias, alcanzaban
para esbozar lo que ellos entendían por cuanta palabra era pronunciada, como si
fuera una ceremonia, como si este proceder formara parte de un protocolo de
logias novedosas donde, los presentes, en vez de disertar por horas de horas,
se dedicaban a escribir todo lo que ellos creían, era necesario explicarlo,
para presentarlo en forma de libros, al momento de tertuliar y agotar el tema
que abordado, fuese de interés de los tertuliadores. Por ello no era extraño
ver por la ciudad a cuanta persona fuese, llevando a cuestas pesadas mochilas
donde cabían libros que llevaban como títulos solo palabras donde, el amor, la
vida, la muerte, o la pereza, por mencionar algunos de los infinitos términos
que usaban para conversar, fuesen explicados en extensos libros cuya función
era ser colocados en las mesas de los cafés, para cuando se mencionase
cualquiera de estos tópicos y, cumpliesen la función de explicar el discurso
entendido que era un oficio de escritores que, escribían toda la noche de días
enteros, cuando usaban la palabra para expresarla con propiedad.
Así eran estos tertuliadores que a
tiempo habían entendido que una conversación de 5 horas nunca fue suficiente
para explicar lo que ellos entendían, por ejemplo, del color gris, si acaso ya
habían escrito un extenso libro de 1,000 páginas, donde planteaban posturas,
observaciones y cuanta teoría fuese propia de ellos, cuando al sentarse a la
mesa de cualquier café, de la ciudad de Arequipa, alguien dijese: “gris”, y de
manera inmediata por cada uno de los presentes, fuesen puestos extensos libros
sobre las mesas de los cafés, y se dedicasen a la labor de leerse unos a otros,
por semanas enteras, hasta conocerse plenamente, hasta hacerle justicia al
discurso y a la palabra.
Conocedores de todos los temas
que debían abordar, previas llamadas por celular, se avisaban sobre qué tópicos
se iba a disertar, y preparados, asistían a simples chácharas de café, como si
fuesen maestros en la palabra, llevando los libros necesarios que ellos
escribían, para agotar el tema, con todo lo que en semanas de recogimiento y
soledad habían escrito, para no volver a repetirlo en otras conversaciones,
para cuando al mencionarse alguna palabra, fuese necesario poner un extenso
libro de 1,000 páginas por parte de cada uno de estos parroquianos de café’s
que a vista y paciencia de los extranjeros, les dejaba una sensación no antes conocida en ninguna otra
parte del mundo, cuando al retornar a sus lugares de orígenes, mencionaran que
había una ciudad en el mundo, donde los tertuliadores conversaban con libros
propios que eran leídos en silencio, mientras se tomaba café, bajo el agradable
clima de una ciudad que se hizo inolvidable.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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Julio Mauricio Pacheco Polanco
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