LA SOBERBIA DE LA MUJER QUE NO CONOCIÓ EL AMOR
¿Quién puede decir dónde está la
paz y la tranquilidad? Hay hombres sacando cuentas, viendo su saldo en el
banco, deudas a pagar, apretando la economía para llegar a fin de mes. En otra
parte de la ciudad, hay alguien que piensa en otras cosas, tal vez un amor que
de pronto se convirtió en un campo de batalla, o alguien que desde su soledad,
no tiene con quién conversar, al menos tener un tema en común.
La soberbia de ella fue así. Me
mostró fotos de cuando era dueña de la gloria, de su apogeo, de cuando era la
más hermosa, de esos innumerables pretendientes que tuvo, de a cuántos
despreció. No sé qué ideas les habrán metido desde niñas a ciertas mujeres en
torno a nosotros los varones. Quizá quería un varón rubio de ojos azules y de
mucho dinero.
Poco le bastó para ser
Arquitecta. Ahora pintaba figuras con colores utilizados por colegiales. Había
pasado parte de su juventud ya como egresada en Buenos Aires. Estaba llena de
recuerdos tristes, de amores no concretados. Debo ser más preciso, fue una
mujer que no conoció el amor, alguien que no se preñó cuando se pierde la
cabeza, cuando se ama con locura y se desea tener en el vientre una parte
importante del hombre al cual se entregó.
La conocí en un taller de Tai
Chi. Tenía una sonrisa agradable y modales refinados. Me agradó a primera
impresión. Por eso decidí invitarle un café y saber más de ella. Era una mujer
podría decirse madura, aunque en realidad a mi entender, era una mujer impar,
una niña mujer, alguien que desconocía de los delirios y quiebres que da el
amor. Era alguien que mantenía su alegría y tristeza en base a épocas donde fue
la más deseada, la muchacha que rompía corazones por vanidad.
Luego de haber pasado toda una
tarde juntos filosofando sobre la vida, terminamos en un hotel donde pude
deleitarme con sus hermosos senos, su piel blanca con esos pezones rosados que
besaba y mordía delicadamente. Su cuerpo era bello. Entonces me dijo que podía
resultar embarazada si la penetraba. Me asusté de inmediato. Le pedí que se
pusiera en cuatro para poder apreciar su perfecto trasero. Esa cintura me
excitó más. La tenía a mi merced. Le eché la leche en la espalda.
Meses después la llamé y pasé por
su casa a visitarla. Vivía con su hermana, otra mujer de buen ver, agradable,
igual de bella, o igual de soberbia cuando fueran los tiempos de la bisoñez,
esos años donde se podían dar el lujo de elegir con quien salir y a quien
ignorar.
La precariedad de la casa que
tenía rastros de haber sido en su momento una residencia donde se respiró
bonanza, prosperidad, me dejó un sabor incierto, quizás nos habíamos equivocado
desde nuestras interpretaciones del sexo opuesto, a relacionarnos, a saber
valorar los sentimientos de las otras personas, del entender que la belleza
sola no era un atributo que mereciera ser reconocido como virtud, además había
que ser amable, empático, un ser humano que muy distante de la frivolidad,
expresara sentimientos nada egoístas.
Eran dos mujeres que habían
perdido su batalla contra el tiempo.
La última vez que la vi, la noté
ansiosa y desesperada por que fuéramos vistos por la mayor cantidad de personas
posibles en el centro de la ciudad. En ese momento me di cuenta que su
percepción de la vida y las personas seguía siendo la misma, quería a toda
costa hacer ver a los demás que sus años mozos seguían presentes, que aún tenía
pretendientes que orgullosos de llevarlas de bandera por la ciudad, le hicieran
honor a la gracia que alguna vez tuvo y que fue sin embargo superficial. La
noté muy niña, inmadura, incapaz de poder entenderse a sí misma, si acaso eso
era lo único que quería: hacer que el mundo siguiera girando a su alrededor.
La recuerdo pintando flores con
lápices de colores. Arquitecta, pensé, mientras recordaba esas fotos donde
realmente fue una mujer muy hermosa. Sin duda la paz es algo extraño, raro, que
nadie sabe dónde está. En mi largo proceso de aprendizaje supe a tiempo
reconocer las personas tóxicas y de poca sabiduría o entendimiento de sí
mismas. La vida nunca fue un rostro extremadamente bonito que garantizase la
felicidad. Ella todo lo resolvía viéndose en el espejo. De esa forma se sentía
superior. Otros le llaman soberbia. Yo le llamaría: una soledad sin paz.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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Julio Mauricio Pacheco Polanco
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