MAURICIO
Me voy a quitar la vida, eso fue
lo que le dije a mi padre a mis 18 años. Un martes 13 había ocurrido lo que
bien pensé no me podía ocurrir a mí, si acaso me preguntaba si era una
pesadilla, que la protección que disfruté en el Puerto Bravo de Mollendo se
había acabado, si en esa competencia para ingresar a la universidad, donde
todos estábamos contra todos, afectado en el estómago por la presión que
recibía ante el examen de ingreso, postulando a la carrera más disputada en ese
entonces: Ingeniería Industrial, me hizo entender recién el discurso del dueño
de la academia pre universitaria, cuando dijo que no había que tener piedad con
nadie, que el compañero que teníamos sentado al lado de nuestra carpeta, era un
enemigo a derrotar, a quien se debía sacar de lado como fuera, que aquí no
había espacio para la solidaridad, que lo único que importaba era ingresar a la
carrera a la cual postulábamos.
Al abandonar los salones de
clases luego de un escarnio muy practicado en la ciudad de Arequipa, cuando se
tenía que sacar del camino a quien pudiese ser un duro rival al cual derrotar,
en conspiración, luego de haber sido internado dos veces consecutivamente en menos de una
quincena, en una clínica particular, por padecer de una extraña enfermedad en
el estómago que no supieron identificar, sentía el vivo hedor por todas partes,
si acaso esto es confundido con las mariposas en el estómago que todos hemos
sentido, tanto varones como mujeres, cuando nos hemos enamorado.
La verdad es que había sido
señalado durante los meses en que estuve en la academia como alguien que hedía,
hasta aquel martes 13 en que de pronto las risas, las burlas, las mofas por
parte tanto de varones como mujeres, ante quien tenía un horario establecido de
estudios y destacaba en todas las materias, no solo les causaba odio, sino
humillación, esa sensación que te da cuando tienes en tu delante alguien que te
supera intelectualmente y sabes, ingresará a la escuela a la cual estás
postulando y, debes sacarlo de camino como sea, al precio que fuera, sin
contemplación alguna.
Finalmente ingresé en uno de los
primeros puestos, pero la universidad sería otra competencia donde una mañana
al salir del salón de clases, volteé mi mirada para ver rostro tras rostro, por
parte de aquellos muchachos universitarios que ya no se mofaban de mi mal
estomacal, ahora el escarnio era el de humillarme además como maricón.
Yo no aguanté ello. No estaba
dispuesto a terminar una carrera donde a pesar que me enfrentase a todo aquel
que se burlase sin fundamento sobre mí, me calificase de algo que no era.
Lo peor era que seguía estando
enfermo del estómago, algo que inmediatamente los médicos diagnosticaron como una enfermedad psicosomática. Pero el hedor permanecía, como las burlas. Estaba
renunciando a ser ingeniero. Estaba perdiendo el lugar que a derecho legítimo
me había ganado para ser un ingeniero, alguien que estudiaría 5 años para así
de esa forma, ganarme la vida.
Quiero quitarme la vida, fue lo
que le dije a mi padre, quien me había protegido hasta toda mi adolescencia en
el Puerto Bravo de Mollendo. Piensa en tu madre y tus hermanos, no pienses en
mí, pero piensa en cómo lo asimilarían, no lo van a soportar, tú eres muy
influyente en ellos, fue lo que apenas pudo decir mi padre. Si deseas puedes
ser gay, no te vamos a juzgar ni tu madre ni tus hermanos ni yo, fue lo que me
dijeron días después. Mi respuesta fue un rotundo NO.
Al entrar al consultorio, el
psiquiatra volvió a recordármelo: “tus padres te aceptarán si es que quieres
ser gay, te darán todo su respaldo”. ¡Carajo, que no quiero ser gay, me gustan
las mujeres, ¿Qué no lo entiende?!
Me recostaron sobre una camilla
mientras me roceaban un líquido viscoso por las sienes. La enfermera me dio un
esponja para que la introdujera en mi boca. La vas a necesitar, me dijo
finalmente. Por qué, le pregunté. Porque la vas a morder.
Tenía 18 años. El psiquiatra les
había pedido también permiso a mis padres, les había dicho que el miedo que le
había agarrado a la gente solo podía ser curado si se me borraba parte de mi
memoria. Mis padres me habían preguntado infinidad de veces si estaba de
acuerdo. Todas las veces les respondí que sí.
Me aplicaron la terapia de electrochoques. Fue mi decisión.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
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Julio Mauricio Pacheco Polanco
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