MI RELACIÓN CON LAS BIBLIOTECAS





Al entrar a la Biblioteca, sentí el agradable aroma de libros en estantes, usted me dirá que eso no es posible, yo le puedo afirmar que sí es posible, que los libros al igual que cada persona, huelen, independiente del cómo sea el clima; tengo recuerdos vivos de las Bibliotecas que he visitado en las poblaciones de la costa, cuyo olor impregnado en las paredes mas el solo roce de mis dedos con sus encuadernaciones, evocan los rituales, las ceremonias, sea el caso claro, para quienes leemos y nos gusta tener libros en nuestras manos, por eso, al entrar como ya escribí, a la Biblioteca, lo primero que hice fue pararme en el umbral y pensar en todos esos desaventurados escritores que se pasaron toda su vida leyendo sin saber de los goces que nos dan las mujeres. ¡Esos geniecillos de la palabra que murieron vírgenes y eran reconocibles solo por su manera de usar las palabras, por su manera de hablar! Mis ojos recorrieron esa vieja Biblioteca donde pasé toda mi veintena de años, leyendo diariamente, concentrado en lo que las páginas me entregaban, si acaso siempre reitero que para leer a un autor, el lector debe ser una persona madura, que conozca a la mujer, el amor y el desamor, poca cosa los celos, y si acaso ya es padre de familia, que para el caso, no hay tiempo. Eran años donde recurría constantemente al Diccionario de la Real Academia de le Lengua Española, labor que le causaba siempre gracia al hombre que recibía mis fichas a través de las cuales solicitaba el libro a leer del día. De ese afán por querer dominar la palabra y el personaje mencionado me queda un atardecer cuando lo vi por vez primera parado frente al diccionario puesto sobre un atril, allí, con las lágrimas en los ojos, impotente, desubicado totalmente en medio de un mar de libros, preguntándose quizá cómo llegó a ese puesto de bibliotecario, si acaso sabía que la palabra cuando es usada por nosotros los intelectuales, alcanza, la precisión, fuera de los contextos de los abogados, donde ésta, la palabra, tiene interpretaciones diferentes, como es el lenguaje técnico para cada profesión, digamos, Economía, Ingenierías, Medicina, que dicho de otra forma, al expresarnos de forma amable, los adultos conscientes, usamos un lenguaje universal, propio de quienes desde un llano, pretenden hacerse entender. Porque el personaje en mención a quien no volví a encontrar después de todos estos años, en la Biblioteca, le resultó una humillación encontrarse parado frente a un diccionario que le repetía constantemente que usaba las palabras mal, que no sabía expresarse, que nunca entendió literalmente lo que decía, y así, tampoco a las demás personas, que su palabra era algo intuido, basado en vivencias donde se le uso, según circunstancias que él creyó, bastaban para hablar.
Nada más incomprensible que conversar con un hombre puro, con alguien que no tuvo nunca sexo, que ignora cómo son las mujeres. Allí, el enredo de palabras marea si es que soy conciso, porque el hombre en mención desde sus prejuicios y rituales no superados, hasta su mentalidad filosófica, podría resultar interesante al momento de oírsele y, quizá diga cosas increíbles, como suele ocurrir todas las veces, pero a mi entender, quien deba entenderle y enseñarle a encarnar la palabra con la vivencia, es una mujer, y no los amigos que ya están casados o tienen una relación de pareja que les conlleva a usar el lenguaje con otras intenciones u orientaciones.
Así que me acerqué al hombre que estaba detrás del despacho desde donde se atiende a los que  solicitan libros para la sala de lectura, y le entregué la ficha que hacía unos segundos había llenado según mi búsqueda en el ordenador. En otros años esta labor obedecía a usar los dedos entre casilleros donde las fichas tenían un color gastado y sucio, propio de las infatigables búsquedas por quienes a veces las repasaban por curiosidad, o porque en ese centenar que estaban dentro del casillero de la letra digamos P, el autor a buscar debía estar entre todas ellas. Entonces me vio a los ojos y me dijo: ¡usted es el escritor! Habían pasado tantos años. Yo que entraba a esta Biblioteca para leer libros, ahora era reconocido como un escritor. Pues sí, le dije amablemente. Me gustaron muchos sus poemas, lo dijo con mucho entusiasmo, debería leer mis novelas, le sugerí, sí, me hablaron sobre ellas, lo haré, pero sabe qué, yo soy más de poemas, y sus poemas me gustan mucho. ¿Sabe que mi vida es una novela también?, porque sé que usted escribe sobre lo que vive. Si tan solo tuviera tiempo para escribirla. Puede hacerlo, le animé. No, hay que tener talento para ello, ¿cree que no lo intenté?, no, no tengo madera de escritor, para ser escritor hay que escribir todos los días, tener vocación, talento, yo a lo mucho cuando quise escribir la historia de mi vida, no pasé de las 5 páginas y luego no supe qué más hacer y me dije, lo he escrito todo en 5 páginas. No, que lo mío no es escribir, pero admiro a quienes lo hacen, a los que pueden sentarse todos los días frente a su máquina de escribir u ordenador, y escribir y escribir todos los santos días. Bueno, ni tan santos, acoté. Verá, señor escritor, lo que abundan en Perú son los oradores, todo el mundo puede ser un gran orador, pero al momento de escribir lo que se piensa, se quiebra ese nexo que debería existir entre oratoria y redacción. Ocurre una tragedia donde la página en blanco nos aterroriza por no poder llenarla, y nos preguntamos qué ocurre, si cuando hablamos hasta historias fascinantes que inventamos  cautivamos a quienes nos escuchan. No lo sé, cualquiera no es escritor, permita que se lo reconozca. Le agradezco el reconocimiento, entiendo que esté emocionado, qué bueno que le gusten mis poemas, esto ha cambiado tanto, esta Biblioteca ya no es la misma que transité cuando tenía 18 años, fueron tantos años de lectura. Lo sé, disculpe que le interrumpa, pero se comenta mucho de cuando usted se encerraba aquí todo el día leyendo, del cómo ligaba con las muchachas que eventualmente venían a leer. Vaya, vaya, el Escritor. ¿Y en qué le puedo servir? Sí, busco a una persona, lamentablemente no recuerdo su nombre. No hay nadie. Así de rápido me interrumpió el bibliotecario. No hay nadie de su generación. Se fueron y bueno, da pena decirlo, murieron, usted ya no tiene 18 años, está un poco más de los 40 años ya cumplidos si más no me equivoco. Lo que le comento de usted es el rumor de los que leemos y sabemos, aquí venían a leer poetas en ciernes, escritores que eran promesas de esta generación. Y entonces, ¿puedo pasear por la Biblioteca?, ¡adelante señor escritor!, nunca fue mejor dicho: está usted en su casa.

Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor

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