LAS HORAS QUE NOS QUITAN
Las máquinas trabajaban, hasta
que llegó la hora del retiro de todo el personal operario. Poco a poco el
personal luego de ducharse, salían de los vestidores mientras hacía la ronda de
reconocimiento de las plantas, hasta apagar sus luces, hasta sentir el silencio
y la soledad de las noches donde uno podía caminar para combatir el recio frío,
o simplemente quedarse sentado mientras se sintonizaba alguna radio desde el
celular para escuchar o bien las noticias, o esos temas de los sesentas que
hablaban del amor. ¿Eso era el amor?, es decir, entregar la mitad del día a otras
personas si acaso hablo de 12 horas diarias donde, se compartía el trabajo con
ingenieros, empleados y operarios. Algo aprendí de los lugares donde laboré:
todo es diplomacia y distancia. El saber hablar lo oportuno y tratar de no
cometer muchos errores no solo era algo con lo cual lidiar, además estaba la
mirada del otro, una mirada indiferente, nunca solidaria, una mirada desde
donde se sentía otro tipo de soledad.
En realidad cada quien veía sus
propios intereses. Encontrar amigos en el trabajo era algo raro. Creer en lo que
te podían enseñar era perder el tiempo. Te podían dar indicaciones para que
puedas realizar bien tu labor, pero parte de ellas eran ciertas y, otras, la
más cercana expresión al “aprende tú solo, que igualmente a mí me costó lo
mismo”.
Iba apagando paso a paso las fuentes
de luz mientras el silencio ganaba a las horas. Desde mi celular sonaba un tema
de Jimmy Fontana: “Cuánto te amo”.
¿Dónde están los sueños de las personas?, me preguntaba, ¿dónde están
mis sueños? ¿Es esto la vida?, me interrogaba mientras me sentaba en una de las
sillas desde donde laboraban las costureras. Podía empezar a contemplar desde
la oscuridad de la planta las máquinas de costura, los planchadores, las
oficinas de los jefes de producción, podía además caminar, caminar sin rumbo
fijo, mientras la noche transcurría, pensando no solo en la vida que llevaba,
sino, en la vida de cada una de las personas que laboraban allí. Que por qué
todos compartíamos ese destino, quizás era porque de algo había que vivir, considerando
que las 12 horas restantes eran para descansar, porque uno terminaba cansado
entre desvelos y lo que bien llamé en ese momento: el tiempo perdido mientras uno envejece.
Porque no todos tuvieron la
suerte que yo tuve. La gente trabajaba para afrontar responsabilidades. Ya adaptados
al rigor del trabajo, con el dinero ganado, se pagaban su alimentación, gastos
de vivienda, luz, agua y, la especialización en el trabajo con cursos en
institutos de la ciudad.
Eso es el mundo: esperar así a la
muerte, resignados, sin esperanza, al menos eso yo sentía mientras caminaba sin
rumbo fijo por las plantas de la fábrica, pensando que en todas partes donde
laboré, cuando ya no había más nada qué hacer, hasta esperar el final del turno
para retirarse a casa, era inevitable pensar en la vida, en qué era ésta, en el
amor, en la realidad desde donde fueron otros los hombres que hicieron la
historia.
¿Qué era pues un sueño? No todas
las personas se quedaban a trabajar de por vida en las fábricas por ejemplo. Era
ya una constante cambiar de oficio o, bien porque el tedio de lo repetitivo, lo
constante en la labores, donde uno se siente nada, hacía que las personas
siguieran buscando un trabajo que les hiciera sentir realizados. En otros
casos, era común el decir de los compañeros de trabajo que dejaban de laborar
el “ya fue”, porque entendí que las personas nos gastamos, desde nuestras distintas paranoias, esas ideas que hacían de la mirada de los demás un
infierno. ¿Reír?, claro que se podía reír y así, pasar meses enteros riendo en
el trabajo, sintiéndose uno útil, feliz con el trabajo, pero eso duraba solo
unos cuantos meses, porque lo normal era después llorar, llorar con la rabia de
los que se desengañan y han perdido su encanto especial con el cual se empezó a
laborar, si es que conseguir un trabajo le daba razón a las luchas personales
dentro de la ciudad.
No concibo una ciudad sin
personas que trabajen o que tengan que trabajar, es decir, por ejemplo,
ingenieros que pasaron por los rigores de la universidad, los empleados que de
igual manera estudiaron en la universidad y superaron a cuanto compañero
universitario se tuvo, en medio de una competencia donde solo los mejores
acababan sus carreras, si es que se llama mejores a los más competitivos. Porque
los obreros y operarios querían seguir especializándose para no sentirse menos,
si acaso se pensase en hacer todo lo posible en seguir a la par, una carrera
universitaria para no ser menos ante la mirada de los demás, ese reconocimiento
entre unos y otros que tiene mucha relación con el status, con el: “yo soy más
que tú, soy mejor que tú”.
El tema de Jimmy Fontana acababa,
mas no la noche. El seguir caminando sin rumbo fijo tratando de convencerme que
la vida solo podía ser de esa forma y que uno no debía complicarse tanto con
este tipo de pensamientos, que el dinero ganado me permitiría tener mis
artefactos, electrodomésticos, muebles y cuanto bien estuviera a mi alcance,
jamás pudo persuadir esa tristeza de saber que mi vida se remitiría a la labor
repetitiva de todos los días, desde donde las madrugadas tenían otro sabor,
distinto al sentido cuando se ingresó a la universidad y se creía que el futuro
era todo, menos lo que en ese momento yo experimentaba.
¿Había solución para esto? Pensaba
en los ecosistemas, las energías renovables autónomas, en tierras de cultivos
donde el trueque fuera la base para contratos sociales de convivencia, pero aun
así, era necesario que alguien desde otras fábricas por ejemplo, produjeran el
celular con el cual acompañaba esa soledad y que me permitía escuchar esas canciones donde lo que
cantaban los cantantes, era un contraste muy lejano a lo observado, a pesar de
ser baladas románticas donde el amor triunfaba, algo muy propio de nosotros los
latinos, algo raro en otras culturas o países.
Éramos todos allí y la total
soledad a la vez, evitando cometer errores, contemplándonos a veces como
empleados que no estaríamos todo el tiempo laborando juntos, o mejor dicho,
aguantándonos unos a otros, desde nuestra paranoias, si he de llamar paranoias
a nuestras consciencias señaladas desde todas las posibles censuras, si acaso
los solteros la pasaban mal, por carecer de sexo o compañía femenina al retornar
a sus casas o, los casados otras preocupaciones tuvieran.
Sea como fuera, las ciudades
sostenían de esa forma la economía del país. La vida de las personas sostenían al
sistema sea como fuera, desde los ingenieros, hasta los operarios, desde los
ricos a los pobres, desde los que trabajan solo para beber, o para tener sexo
con marocas, hasta los que debían pasar pensión por alimentos por algún hijo
tenido en un descuido, hasta los infieles y los que padecían el tormento de la
infidelidad, hasta los felizmente casados que vivían lejos y solo contaban con
pocas horas, entre el cansancio del trabajo y los cambios de turno que los
terminaba por convertir en extraños con hijos a quienes conocían poco.
¿Alguna propuesta de cambio? Porque
mientras en las universidades, los muchachos y muchachas vivían a consciencia
al máximo sus solterías, entre tertulias muy interesantes, bohemias a las
cuales sabían, no disfrutarían mucho, entre materias aprobadas con notas
mínimas por darse cuenta que eran conocimientos que solo servían para tener un
título profesional, un aprendizaje diferente a lo que se realizaba en esas
fábricas donde se tenía que aprender todo de nuevo.
Prendí un tabaco en medio de la
soledad de la fábrica, y tomé la decisión que todos tomaron: la vida no está
aquí, renuncié, como muchos lo hacen diariamente, a pesar de sus obligaciones o
responsabilidades. ¿Las razones?, ya las expliqué. Mientras tanto, la economía
seguía marchando, entre desesperaciones por no saber luego qué hacer con los
días donde no se hace nada, esos días donde uno se siente también nadie, hasta
tomar consciencia que no había otra opción, esa de volver a entrevistarse con
el Jefe de Personal, para reinsertarse al trabajo de todos los días.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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Julio Mauricio Pacheco Polanco
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