EL ESCRITOR Y SUS MUCHACHAS








Esos atormentados poetas malditos, alojados en lujosos palacios parisinos, desconocedores de los favores de las muchachas francesas, de sus furores uterinos, más bien abocados al vino y las tristezas que les motivó escribir imprecaciones y textos resentidos o pesimistas, hasta ahora, desde su legado poético con Charles Baudelaire, el simbolista por antonomasia y propiamente marcado por un sino echado al desperdicio o, los desviados de Paul Verlaine y Arthur Rimbaud que, en vez de hacer caso a las nínfulas cuyo olor de vaginas era propio de primeras menstruaciones, con vulvas sin arrugas y vellos púbicos rubios, con carne precisa para darle golpe en nalgas nacaradas, duras y en segundos moradas de tanta furia merecida cuando se trata de ser feliz, cuando un hombre sabe cómo tratar a esas mujercitas que ansían placeres lejanos a las tardes de tedio y aburrimiento, muy bien descritas en los textos de Ítalo Calvino o Alberto Moravia, como Milan Kundera y todos los fracasos propios de esos golosos que contemplaron el paraíso en cada una de ellas sin poder saber del disfrute de los que saben dónde está la vida y qué es el amor.
Porque eso fue lo que le dije a la muchacha de esta mañana: pequeña princesa nórdica, el amor es una decisión, sabes que me enamoro y mi enamoramiento dura un día, que al día siguiente haré el amor con otra muchacha y estaré tan perdidamente enamorado de sus curvas, de sus senos blancos y turgentes y de pezones sin color, cuya piel no solo caliente arda en deseos sino, en saber del escritor que las domina a todas, el que disfruta de cada una de ustedes a pesar de llevarles casi más de 30 años y sin embargo verme favorecido por sus encantos y sumisiones, porque ahora mismo podría decidir quedarme contigo, y sé que no me arrepentiría porque tu derrier es el mejor que he conocido y sabes bien que he tratado en los lechos con muchas muchachas y que contigo de solo verte, pierdo la cabeza. Al estar sobre ella le pedí uno de mis caprichos propios de la apostasía de los que trasgreden los textos sagrados mientras con voz gruesa y dentro de ella, encima de su cuerpo de muchacha de 20 años, de piel trigueña y cabello negro tan largo que cuando la ponía inclinada en ángulo de noventa grados, con mis dos manos podía sujetarla con violencia y soltar una mano para palmotear ese divino trasero que yo dominaba. Repite conmigo, ¿qué quieres que repita, Mauricio?, solo repite conmigo. En ese entrar y salir de ella, soportando mis 100 kilos de peso, sintiendo su sexo caliente y húmedo, asustada pensó que se trataba de un conjuro sacado de esos Grimorios que se remontan al origen de los tiempos propio de encantamientos, hechizos y demás brujería que se roba el alma al momento de hacer el amor; no, no era necesario ello, meses atrás, mientras le hacía el amor, le había pedido lo prohibido: su alma y, ella, en pleno orgasmo, me la había entregado diciendo: sí Mauricio, te entrego mi alma hasta el final de los tiempos. Repite entonces lo que te diga, ¿qué quieres que diga ahora señor escritor?, entonces empezó con la cadencia de mujer complacida a repetir lo que le decía a su oído una vez que había acomodado su larga cabellera a un costado: “ Mauricio que eres mi cielo,  dame siempre tu leche cada día y, perdona mi lujuria, no me dejes de follar todos los días, líbrame de mis calenturas a cada momento, compláceme en todo momento, heme aquí como tu sierva, dispuesta a ser tuya para todas tus maldades, amén”. Debía recordar a la mujer blanca que estuvo en mi lecho, esa muchacha a quien esperé en la puerta de mi apartamento para sorpresa mía y darme cuenta que todas las muchachas que trabajan dando servicios sexuales en la ciudad se conocen, porque al bajar de su auto, sonreía de felicidad, una felicidad postergada de muchos meses desde cuando nos conocimos y no sabíamos cuándo seríamos el uno de la otra, no dijimos más nada, era una de esas muchachas A1 que estaba ataviada en una casaca de cuero elegante, un jean también negro que reventaba con unos muslos que supe, eran tan blancos como el de todas las crudas que me he tirado si acaso antes de finalizar, me entregó el número de celular personal, el que solo lo tiene para su familia, mientras me hacía un ruso pelado mirándome a los ojos, con esa maldad necesaria para que uno se enamore, prolapsada cuando la puse en cuatro sobre mi cama y con mis pies apoyados en el lecho y mis manos en sus hombros , le rompía el orto hasta sangrarle, un orto que ella le llamó: su huequito, un huequito sin color y con las estrías casi completas, hasta sentir el olor de las muchachas estreñidas, las que  no meconan y en el contranatura sienten la necesidad recién de querer ocupar el baño.
Haremos otra cosa entonces, porque te llevo 26 años de diferencia y bien podría ser tu padre, ¿qué quieres ahora Mauricio?, jugaremos  a que soy tu padre, a que mi eres mi hija consentida, a que estoy haciendo uso del derecho de pernada. Ella empezó a reír para mi dicha, para saber de la belleza de sus ojos, de su forma de mirarme, de su pericia para las que se saben buenas amantes, las que marcan territorio para robarse lo mejor de uno: el recuerdo, o en todo caso un escrito donde fuese inmortal. Le pedí entonces que pusiera resistencia, que fingiera una violación para que pudiera alcanzar el orgasmo en pleno juego: lo querría hacer Mauricio, pero cachas tan rico que si me violaras de verdad igual lo disfrutaría. Una jalada de cabellos mientras le ordenaba que se pusiera boca arriba y juntara las piernas para que en mi penetración sobre ella, mi miembro viril rosara su clítoris y la zona erógena donde se estimulan el Punto G las mujeres me encontró otra vez ante su rostro de placer, unos gestos de dolor que sé reconocer cuando ella es feliz, porque empezó a hacerme caso con su metro setenta, con su cuerpo de muchacha mortal, peligrosa, esas que son capaces de hacer perder la cabeza a cualquier hombre, las que los llevan a las bancarrotas a los grandes empresarios, las afroditas que inevitablemente los potentados han de llegar a conocer por ser unas campeonas. Y reía mientras le  repetía que era mi hija, que la Winchester que había comprado para que nadie se le acercara ante la amenaza de llenarlos de esquirlas hizo hacerle entender que ella sería solo mía, hizo que sus brazos empujaran mi gaznate para anularme mientras repetía: no Mauricio, no, por favor no, no me violes. Pero fue inútil, empezamos a reírnos y a disfrutar del uno y la otra, para perderme en su mirada, para cambiar de poses a cada momento, para de pronto sentir que ella se rendía sobre mi cuerpo esperando quedarse en ese reposo tan buscado para siempre mientras el amor era su sexo penetrado por el mío, su vientre latiendo muy pegado  a mi torso y, esos senos duros en total entrega mientras su cabellera enmarañada a voluntad se perdía entre mi rostro y mi cabeza, si mis manos la sujetaban con fuerza, reteniendo con furia esa cabeza que no sabía de anticonceptivos que hacen caer el cabello, con el olor fresco de las que se saben jóvenes y solo quieren hacer el amor sin refreno alguno todo el día.
Volví entonces a decirle, eso es el amor, una decisión, porque el amor dura un día, un día que puede ser todos los días si es que decidiera quedarme a tu lado siempre y, que en los adultos, sería reemplazado fácilmente por otra muchacha que también sería el amor a pesar que seas muy bella, porque te sabes endemoniadamente bella y lo eres, pero sé de las que se enamoran, de las que dejan revelar sus rostros y cuerpos desnudos antes de ser mías para siempre, como lo eres en este momento.
Se rio con ironía mientras los celulares no dejaban de sonar y que ella nunca contestó y en un instante de locura los apagó para que nadie nos interrumpiera.
Porque al inicio de este relato hablé de los referentes de la literatura europea, de esos escritores que afanosamente buscaron la vida, sin saber que la vida está en las muchachas que conocí y conozco, las que como le dije a ella, tienen la virtud de salvar a los suicidas, los que han perdido la fe y están en medio de un mundo donde todos estamos contra todos, mientras ella estaba sobre mí, mientras olvidaba a la mujer blanca que con sus senos frotó mi miembro viril, como las demás muchachas que me hacen entender una y otra vez dónde está el paraíso, si antes de despedirme le dijera: si Ernest Hemingway te hubiera conocido, no se habría quitado la vida, ese escritor viril por antonomasia, amante de las muchachas más bellas, boxeador por afición, cazador de leones en el África y taurómano por excelencia, ¿por qué?, qué pasó con él, ah, se quitó la vida por impotente o, mejor dicho, porque naciste tú a destiempo, muchacha que enciendes intensas pasiones, la ganadora del amor.



Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor

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Julio Mauricio Pacheco Polanco
 

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