EL TONTO Y EL CALOSTRO
A la segunda cita hizo el amor
con la mujer. No le costó mucho esfuerzo quitarle el pantalón, dijo ella: “lo vas a romper
si lo deslizas con el botón puesto”. Lo desabotonó y el resto todos se lo
pueden imaginar.
Cuando la vio por vez primera, lo
que le atrajo sensualmente fue su vientre: tenía un vientre abultado que él
consideró sexy. Ignoraba que estaba entrando al segundo trimestre de embarazo
ella.
Los primerizos en el amor, hablo
de los varones, los que ignoran de la biología femenina, como en el caso del
tonto en mención, luego de haber hecho el amor durante un mes seguido, creerían
que ese estreñimiento del cual ella se quejaba y hacía que su vientre creciera
sin que le llamara la atención por ser ella tan igual de alta que él, de cuerpo
voluptuoso y curiosamente de senos muy duros para sus 36 años, jamás le harían
pensar que ella ya estaba embarazada desde antes que se conocieran.
Ella era pareja de un anciano de
70 años, extranjero, de ojos azules, ideal para que ella mejorase su raza. El
tonto más bien tenía 41 años, pesaba 95 kilos, media 1,80 cm y arrastraba la
fama de ser masón, es decir, el partido perfecto que podría conseguir trabajo
rápidamente por recomendaciones de gente muy influyente. Era un buen partido
para un bebé que alimentaría sin ser suyo, trabajando en un buen puesto donde
ganaría bien y creería que el bebé a nacer habría heredado sus genes por tener
él los ojos plomos y brillantes a pesar de ser moreno.
Pasado el mes, el tonto que no
sabía nada de sexo, ignoraba que el lunar que ella tenía en la nariz
representaba el rastro de un papiloma que seguramente la mujer contrajo en
algunos de sus primeros compromisos. Porque en ese momento recién se enteró que
el coito interrumpido donde uno eyacula afuera del sexo de la mujer, no fuese una
manera eficaz para no embarazarla. El líquido preseminal de él tenía
suficientes espermas para embarazarla, al menos eso ella se lo dio a entender
cuando le dijo que no le bajaba la regla. No había reparado en ello: habían
hecho el amor durante un mes y no percató que ella reglara hasta el día en que
le confesó que no le bajaba la regla.
No supo qué hacer, entre llamadas
por celular a sus amigos para conseguir rápido trabajo, algo que no fue
asegurado por ninguna de sus amistades o, el dilema de ser cómplice del aborto, es decir, de cargar con la culpa de
matar a un ser que iba a nacer.
Luego de una larga conversación
con ella, el tonto se dio cuenta de iba a ser padre y eso le asustó.
Ella como escribí, pese a sus 36
años y el estreñimiento que tenía, tenía los senos muy duros, propios como los
de una adolescente de 14 años que recién empieza a desarrollarse.
El amor era lo mejor que podía
pasarle, era feliz y se había entregado, tenía planes para casarse y la
herencia de sus padres le garantizaba una casa propia. La posibilidad del
trabajo mantenía siempre eso: una economía asegurada por ser masón y estar bien
relacionado. Ella terminó con el extranjero de ojos azules y decidió estar con
el hombre robusto e inexperto en la vida.
El sexo era continuo en la
soledad de ambos de una casa donde se dieron todas las condiciones para que
hicieran el amor de la manera tonta en que él lo hacía, creyendo que no la
embarazaría.
Sin sexo, no hay amor. Al menos
para los principiantes. El descubrimiento del sexo para él fue eso: largos días
y noches de placer donde hizo el amor desenfrenadamente con ella.
La oposición de sus padres a esa
relación se basaba en todo lo que se habían enterado de ella: era de cascos
ligeros, es decir, era una mujer alocada para el sexo que solo ambicionaba ser
mantenida por alguien que reuniese las características que curiosamente él
encajaba para alegría y festejo de quienes querían tener un niño blanco, rubio
y de ojos azules en la familia.
Porque entre esas noches de
pasión, casi a los pocos días de haberse conocido, ella al darse cuenta que él
estaba perdidamente enamorado, apretó uno de sus senos y le hizo beber un
líquido entre amarillento y blanquecino a lo cual, por su ignorancia, no sabía
de qué se trataba. Sería el tercer embarazo de ella, ¡el hijo de
características europeas que tanto quiso!
Tomada la decisión, entre el
temor a ser un padre de familia pobre y sin trabajo y ante la decepción de ella
por tener a su lado a un masón que no era apoyado por la Logia, decidieron
abortar.
Era un criminal, había matado a
un feto.
Luego de expresada la decisión,
terminaron la relación enterándose al día siguiente cuando él había retornado a
la ciudad donde radicaba que todo fue una falsa alarma, que había estado muy
ansiosa y que eso retrasó la menstruación mientras que le pedía que volviera
junto a él porque el anciano extranjero no quería saber nada con ella. El tonto
no sabía nada del Cytotec, de los obstetras o médicos que solucionaban en sus
consultorios esos abortos, que sí estuvo ella embarazada pero no precisamente
de él, que estaba ya con 4 meses de gestación y que esa leche viscosa
amarillenta que ella le hacía beber dentro de los juegos del amor mientras se
reía al verlo succionar de sus pezones se llama calostro, que viene a ser las
primeras secreciones de la leche a lactar de un bebé que no era suyo, así
recuerda el que fue tonto, luego de muchos años de meditación, cuando ya había
hecho suyas a más de 200 veinteañeras y daba gracias a sus amigos masones, por
no haberle dado trabajo para mantener un niño que no fue suyo.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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Julio Mauricio Pacheco Polanco
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