UN HOMBRE SOLTERO PARTE XVII
Calé mi tabaco mentolado mientras
le ordenaba que se tocara. Yo decidí el trance de su desesperación mientras se
orinaba de placer una y otra vez. La penetración era el preludio de un infarto
para ella, mientras a mi voz la hacía recorrer a gatas por los ambientes de mi
apartamento, la orden era el intentar tocar mi miembro viril erecto pero sin
éxito alguno, era una lucha entre mis brazos y piernas y el deseo cada vez más
fuerte e intenso de ella por querer tocarme, no podía más, me importaba un
carajo que sus súplicas fueran escuchadas por los vecinos, la tomé entonces de
su cabellera roja y la arrastré hasta el dormitorio donde la eché boca abajo
imponiendo mi pierna derecha sobre su cabeza, ella solo gemía y pedía más, más
maltrato, más dolor. Tenía en mi mano un bolígrafo de punta filuda y de tinta
roja, a la otra mano una correa de cuero para cuando intentase rebelarse. Ella empezó
a rebelarse a propósito mientras dejaba marcas llenas de sangre en su derrier,
ese trasero que empezó a darme más ideas, entonces hice algo truculento, boté
el bolígrafo destinado para ese fin y usé un cuchillo de punta muy fina, cogí
en éste la sangre de su derrier marcado y empecé a escribir sobre su cuerpo con
la sangre de ella, pensé en mi mejor libro, todo su cuerpo para escribir una
novela, la novela que era ella, el placer, el dolor fusionado con sus orgasmos,
con sus deseos de ser sometida, dominada como ninguna otra mujer lo hubiese
permitido jamás. ¿Quieres seguir? Entonces ella se levantó de la cama con una
fuerza supernormal y me abofeteó diciéndome: ¡no me gustan los hombres que
dejan las cosas a medias, a mí me complaces y ya verás tú cómo! Vaya demonio de
mujer, pensé, entonces la tumbé contra el piso con violencia, hundiéndola contra
él con toda la fuerza de mis brazos y piernas, era una bestia que se resistía
como una yegua a la cual nunca antes se le había domeñado. Pero igual seguía
gimiendo, a gritos vivos pedía más, pedía placer, sexo, sexo en todas sus
variantes, porque cuando empecé a usar el cuchillo para escribir sobre su piel
con su propia sangre, contemplaba sus ojos de mujer complacida a la cual empecé
a cortar, arrancar el cabello rojo con mis manos, con el cuchillo lleno de la
sangre de su trasero, era una pasión extraña, porque a más correazos, ella era
más feliz, esos finos cortes en su trasero y la sangre que se embarraba en mis
manos, brazos y mi miembro viril me inspiró escritos propios de una fábula no
antes conocida. Y pensé en qué somos realmente, ¿somos creaturas que nos damos
a conocer con el sexo?, ¿o somos personas que anhelamos lo prohibido solo para
saber hasta dónde podemos llegar?, ¿qué relación tenía el dolor en ese momento
con la vida de ambos, era un desquite a días de furia donde la vida no valía
nada?, ¿o era el deseo de sentirse vivos en toda su magnitud a pesar del daño
infringido en su piel?, ¿esto me evocaba a las bacantes y la entrega total?
¡Quédate quieta!, voy a empezar a escribir. En realidad la estaba tatuando con
la sangre de su trasero, estaba escribiendo sobre ella y escribía palabras al
azar, palabras que le ordené ella las dijera, palabras espontáneas y sin
coherencia alguna. Ella solo gritaba y tenía un orgasmo por palabra escrita en
su piel, no tenía mente para tratar de entender el sentido de estas, solo
sentía una sensación de dominio consentido total, en ese momento tuve miedo a
enamorarme de su lascivia, era una mujer totalmente muy diferente para el amor.
Porque fueron muchas decenas de minutos en los que ni Freud se habría sentido
tan identificado con las perturbaciones de las mujeres. Contadas las palabras
sobre toda su piel, bastaban para hacer un vademécum para hacerme sabio o
conocedor del misterio total de la mujer. Finalizado el acto, ella terminó
laxada otra vez, la levanté en peso y la eché sobre la cama, su piel era un
diccionario lleno de palabras que retrataban todo su aprendizaje. Los mechones
de cabello rojo estaban por todas partes. Saqué una máquina para cortar el
cabello y se lo corté todo, la rapé mientras ella seguía laxada. Me recosté a
su lado y la vi muy hermosa, muy femenina. Ella tenía un rostro muy cercano a la felicidad de un Dios
Creador o una Diosa Fecundando miles de semidioses. Entonces la besé y la
penetré. Había alcanzado yo por fin mi orgasmo. Sin darnos cuenta, exhaustos y
derrotados por la furia que nos poseyó, vimos en el reloj cercanas las cuatro
de la tarde. Ella se levantó de la cama y se fue a ver a un espejo. Se sentía
bella, hermosa, era la primera vez en su vida que se sentía así sin tener la
necesidad que un hombre o una mujer se lo dijera. Volteó con el rostro más
perfecto que vi en mi vida y me dijo: ¡eres la mierda más bella que me ha
pasado en la vida! Y se recostó a mi lado solo para caer en un sueño muy
pesado, un sueño contagioso que nos atrapó hasta las nueve de la noche. Ella se
duchó con agua caliente, se vistió y, como quien dice después de mucho tiempo,
como si hubiera pasado toda una vida: adiós, Mauricio, va a ser difícil que
alguien te supere, me has quitado el peso de ser mujer de por vida, ya no tengo
necesidad de caminar desnuda por las calles. Ya lo viví todo. En otras noches,
como tú lo escribes y dices, nos volveremos a encontrar, solo sé que deseo
dormir plácidamente por años, sin querer ser despertada.
Y se marchó caminando como solo
caminan las mujeres que no sabían, necesitaban ser libres.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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Julio Mauricio Pacheco Polanco
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