EL HOMBRE DE LAS HISTORIAS MARAVILLOSAS







Hace casi cerca de 10 años atrás, cuando le ofrecí una de mis novelas a una extranjera, de esas destinadas para “hacer raza”, como piensa la clase alta de Arequipa, la ciudad donde radico, me quedé impresionado y, no por sus intensos ojos azules o su piel muy blanca, fuera de su cabello demasiado rubio o claro, fueron sus manos lo que más atrajo mi atención: eran unas manos estropeadas, unas manos de uñas destruidas y muy maltratadas, manos de una mujer de esas características, propias de quien iba bien vestida a la moda, con ropa muy cara. En ese instante pensé: ella no siempre llevó una vida acomodada.
Para conocer a una persona, lo primero a verse son las manos, libres de cortes, tatuajes o maltrato. Hay manos bronceadas por el sol  a voluntad como manos que parecen ser las de una adolescente, sin rastro alguno de haber realizado nunca esfuerzo físico que las maltratase. Las manos hablan mucho de las personas. Un mendigo con las manos bien cuidadas, con las uñas perfectas, sin las arrugas propias de los hombres que hacen esfuerzos rudos, nos pondría en evidencia de alguien que no es quien aparenta ser. Pero sobre eso no quería precisamente escribirles. Más bien mi escrito iba por el lado del pasado de las personas, por ello empecé con el ejemplo de las manos y los secretos inconfesables de millones de personas.
Aquella tarde salí con la finalidad de escribir biografías de personas emprendedoras, personas que mueven la economía informal de la ciudad, sea dicho con propiedad de mercaderes, porque si bien es cierto, hay diferentes tipos de mercaderes y, por parte materna venga de mercaderes que hicieron sociedad con judíos, árabes y palestinos, haciendo mercado en las calles principales de Cusco, Tacna, Puno, Arequipa para finalmente terminar en Mollendo, El Puerto Bravo, desde donde mi padre conoció a mi madre y naciera yo, hay también mercaderes que están en esos mercados donde las historias pensé, eran anónimas, muy del Perú trabajador, del que madruga desde bien temprano, entre cargadores, esos estibadores llevando desde carretillas de verduras a la entrega de decenas de sacos sean de papas o arroz o reses enteras, historias, tan anónimas como la de cualquier peruano de a pie que cuida mucho de hacer notar sus manos, porque una cosa es usar guantes de protección para no contaminarse con microorganismos del medio ambiente o del contacto con personas de quien no sabemos qué bacterias o bichos puedan tener, sean virus hasta enfermedades venéreas, fue que me interné en esa larga avenida llena de gente vestida en trajes andinos, propios de la sierra alta del Perú y pensé, escribirles la historia de sus vidas, donde ellos mismos pondrían sus nombres como autores de sus biografías sería como el legado que los ilustres anhelan dejar, como registro, rastro, que revelase más allá de un aporte o una teoría interesante sobre  la vida, hazañas, anécdotas dignas de ser transmitidas de generación en generación pero no por vía oral, sino desde un libro, en el que, el testimonio llegase a hijos, nietos, bisnietos y cuanta prole haya, solo en el peor de los casos, para saber quién se es, quiénes fueron los antepasados de uno, esos orígenes que se relacionan en la aristocracia con el árbol genealógico y cuanto registro se necesite solo para contestar: ¿y usted hijo de quién es?
El Perú es un país como muchos, sin historias resueltas, sin pasados esclarecidos y ocultados a voluntad, donde hay prostitutas, alcohólicos, estafadores, mafiosos, delincuentes, ladrones, asesinos, drogadictos o viciosos, llegando hasta el etc., de las miserias inconfesables que instan a los que han progresado no solo a blanquearse sino, a ver de lejitos a los que son sus parientes y no son precisamente el ejemplo de personas a serlo, cuando ya con fortuna, estén dentro de los oropeles de una sociedad en la que se exige ser decente y se da licencia para nombrar a los antepasados, si acaso eso es anecdótico, ya que uno es por su propio nombre,  no por lo que fueron sus padres o abuelos.
Porque cuando empecé a conversar con estos mercaderes de estos sectores populares, me di con un choque muy fuerte con la realidad de la ciudad y sus inmigrantes: “nosotros no leemos”. ¿No leen?, o cuando les hablé de escribir sus biografías para que teniéndolas en libros con fotos suyas en sus propios estantes de libros, tuvieran ese legado en forma de libro a mostrar, con el orgullo propio del que ha vivido y se jacta de sus logros. Pero no fue ni lo uno ni lo otro, eran personas que desaseadas, vestidas con ropas sucias y con la mirada perdida en lo que daban en el televisor encendido apenas pudieron contestarme, como si yo hubiera aparecido en sus vidas como un intruso a juzgar o condenar.
Era pues yo, el hombre que tiene historias maravillosas y, las demás personas que de nada podían sentir orgullo en su pasado.

Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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