EL RECURRENTE CASO DEL ESCRITOR Y SU PUÑO CON LA MUCHACHA DE CABELLO ROJO
Para ser sincero, no me agrada mucho salir de casa, prefiero estar solo, en
mi apartamento, escuchar música y hacer el amor con las muchachas que me
visitan cuando se los pido. Eventualmente suelo salir a la puerta a tomar sol
mientras escucho algo de heavy metal a la par que me acompaño con una jarra con
café y cigarrillos.
Esta agradable soledad es necesaria como ahora para poder escribir. Suelo sin
embargo ser una persona muy educada que trata bien a las personas sin por ello
explayarme en diálogos que no me interesan o he de olvidar. Porque en mi
placidez mientras bronceo más mi piel, recuerdo los momentos del placer, cuando
tengo sexo con mis mujeres y gozo como todo hombre goza o debe gozar. Y aquí es
donde empiezo mi relato, con la reflexión sobre la sesión de sexo que tuve con
una muchacha de cabello rojo que suele venir a visitarme y complacerme en todo
lo que le pido, a sabiendas que soy escritor y bien puedo escribir sobre las
experiencias que con ella tengo.
Mis ojos suelen divagar cuando la recuerdo con sus ojos clavados en los
míos, mientras postrada a mi miembro viril me lo succiona para que luego de
acomodarme contemple perfectamente sus grandes ojos y su trasero elevándose en
medio de mis piernas abiertas. Creo que esa imagen es memorable, retrato
perdurable que debe ser escrito antes que otras muchachas lleguen a mi vida y
ella se quede para siempre en la memoria de mis escritos hasta luego nunca más
pensar en ella. Así ha sido durante estos últimos años en los que hago el
amor con diferentes tipos de muchachas que rápidamente se han adaptado a mi
manera de hacer el amor y mi desapego. Saben que solo las llamo para tener
sexo, que están demás los mensajes del cómo estás, cómo te va o qué haces. Una llamada
mía es motivo de asearse bien y tomar el taxi que las dejé en la puerta de mi
apartamento. Dirán que la vida que llevo está hipersexualizada y que mis
obsesiones deberían ser otras, al menos cuando escribo teniendo tantos temas
para abordar por mi largo aprendizaje, pero en mi afán de buen hombre que sabe
reconocer lo que le hace feliz me obstino en escribir lo que para los adultos
es de experiencia común y, para los que recién empiezan a vivir, la experiencia
donde todos somos un mismo hombre y ellas, una misma mujer, o al menos así
debiera ser.
Llamo de manera fresca una de las posiciones que me agrada hacer cuando las
muchachas tienen un rostro muy bello y les ordeno que levanten su espalda para
que pueda meter debajo de ella mis brazos hasta sujetarlas bien y sentir que mi
piel y huesos están muy unidos a los de ellas mientras las penetro a
revoluciones de cuya velocidad solo puedo decir que se adquiere con la práctica,
le llamo la postura de la almohada, esa práctica solitaria que para muchos
viene desde la infancia cuando solemos dormir abrazados a ésta mientras la
apretamos con fuerza de manera instintiva y, así lo hago con las de rostro muy
bello, sobre todo cuando empiezan a alcanzar sus orgasmos y reparo en la
belleza de la entrega, de la plenitud del clímax sobre los cuales escribo con
autoridad.
De que no tenga problemas con las enfermedades de transmisión sexual o
embarazos no deseados, parte de accidentes donde se pueda romper el condón y
ellas usen óvulos abortivos o el condón semáforo para cerciorarse que uno es
sano y no padece ninguna de las enfermedades del amor.
Y bien hasta aquí, mis lectores y lectoras pueden decir con pleno juicio
que he filosofado sobre lo que no puede definirse, sea el amor que es
repetitivo en su intensidad con diferentes muchachas, como si todas fueran una
sola y así se prolongue el sentimiento desde donde todo tiene razón de ser,
tanto para ellas como para mí. Si deba finalizar esta hipótesis filosófica,
sería con la certeza que sería una ofensa conocer de estos placeres y del amor
con una sola muchacha, cuando ya se tiene el conocimiento de éste y se halla gusto
en sentirlo con todas las que se pueda hacer el amor o tener sexo, que, si debo
ser preclaro, diré que se siente en la misma intensidad los orgasmos con su
sensación sublime sin el miedo a caer en la pertenencia o la soledad de los que
extrañan a una sola mujer. Así, luego de haber estado en diferentes posturas
desde donde logro sentir con mi miembro viril el interior de su vagina y el
incremento de su temperatura para tener un reconocimiento total con mi glande y
saber que estoy penetrando el útero, varié en lo que llamo el llegar más lejos
con la muchacha a la que se le hace el amor y, al buen ver, la acomodé a mis
intenciones, succionando mi miembro viril, recostada sobre mi cuerpo a lo ancho
de la cama, para acariciar y surcar con mis uñas su piel donde dejaba marcas
rojas hasta totalizar con mis manos su cabeza que era sacudida con violencia
mientras me hacía el sexo oral, para a su vez, acariciar ese derrier que me
parece cada día mejor sin ser subjetivo en esto, para finalmente en el momento
inesperado, meterle un dedo en su orto y seguir ganando territorio para que
luego fueran dos, tres, en un ritmo cada vez más veloz, como si se tratara de estimular
su clítoris en el Punto G, dándome cuenta que ella cedía ante mis deseos y
apetitos, con la total libertad o licencia para ir más allá.
En ese frenesí de meterle mis tres dedos con fuerza en su orto para
sacarlos y volver a lo mismo con furia, arremetí en la sorpresa aceptada para
satisfacción y deleite mío introduciéndole con fuerza mi puño en su orto
mientras con la otra mano sujetaba su cabellera roja para dominar su cabeza a
la velocidad idónea del oral que me practicaba.
Entonces pensé que la vida es buena bajo estos términos en el conocimiento
de las muchachas cuya identidad sexual está bien definida al momento de hacer
el amor conmigo. Ya que acabado el propósito o sea dicho con propiedad,
consumado, la tomé con rapidez y vigor para postrarla boca abajo y penetrarla
otra vez por la vagina mientras meditaba si hay algo más bello que los momentos
que comparto con las muchachas que como ella, me dan estas libertades que
saben, serán motivo de mis escritos sin caer en la literatura erótica sino en
la que filosofa sobre el sexo, antes de llegar al clímax, que las mujeres saben
perfectamente qué sienten más allá de mis reconocimientos en sus espasmos y
flujos vaginales, que para hablar de lo que siente una mujer en mi lecho, no es
de mi competencia por considerar muy diferentes los cerebros sean del varón y
la mujer, como de los propósitos del placer, la penetración y el otorgar la concesión
escrita donde debe estar la sabiduría de Dios cuando tuvo intenciones de darnos
vida en los días de la creación para terminar en la experiencia que debe ser común
a los varones y mujeres como ya he escrito, si es que nada nuevo hay en este
relato, salvo que lo hecho haya sido con ella.
Julio Mauricio Pacheco Polanco
Escritor
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Julio Mauricio Pacheco Polanco
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