PRESERVATIVOS, SEXO Y FILOSOFÍA
De esos días
debo recordar los meses en abstinencia, de encierro en un apartamento donde no
hubo mujeres, solo una lucha constante contra la muerte, para ser preciso,
contra la mente de uno; días en los que estaba a punto de reventar en gritos,
de querer desafiarlo todo y a la vez controlarme, llegando al temple de los que
saben: o son ellas, o soy yo.
En el
trayecto contemplé una ciudad que pareció nunca detenerse, muy diferentes en su
estar en la ciudad, al campo de concentración al cual me vi sometido. Yo no
pedí amor, solo pedí sexo, por entender que ello sería mi única salvación,
entre decisiones superiores al suicidio, a las pastillas que tuve que tomar
para no perder del todo la razón, (vaya manera de vulnerar la consciencia de
uno), para no seguir ahondando en la sabiduría de los judíos: la experiencia
del Yo, lugar común de sacerdotes e intelectuales que buscan la verdad.
Debí suponer
que era de vida o muerte, tantos meses sin placer me instaron a desafiarlo
todo: me enfrentaba contra penas severas, más severas que las establecidas por
la pandemia: el no poder estar cerca de nadie más allá de los 2 metros.
Y vi que en
la ciudad todo era normal. Pensé más bien que parecían días cercanos a Navidad,
esa atmósfera se respiraba mientras buscaba el hotel donde tenía esa cita con
la vida, una cita para no morir de agresividad, furia, avernos donde volví a
leer lo escrito por Dante en la Divina Comedia: “todo aquel que entré aquí,
pierda toda esperanza”.
No quise ser
un Dante para Arequipa, mucho menos un hombre que en su confusión llegara a
decir que era el Mesías esperado por los judíos. Era de vital importancia tener
sexo.
Elegí a la
última mujer con quien había hecho el amor antes del confinamiento. La elegí
porque la había derrotado a pesar de ser ella una trabajadora sexual. Supe en
su momento que renegaban siempre de su trabajo hasta antes de conocerme, luego,
complacidas y convencidas que el placer es real, solían salir desnudas de las
habitaciones, convertidas en putas profesionales, decididas a ganarse la vida
en un oficio donde las graduaba yo.
A unos pasos
identifiqué el hotel, lo recordé porque allí hacía muchos años hice el amor con
una muchacha de 19 años que estaba dispuesta a hacer de todo, solo por placer. Fue
esa muchacha quien me enseñó un saber que creí, era propio de pocas mujeres,
esas que tienen la pelvis poco desarrollada y pueden cerrarla para evitar una
penetración. Con el pasar de los años, verifiqué que esa sabiduría relacionada
con cerrar la pelvis para no ser penetradas, a voluntad, impedían la
penetración, era un saber común hasta para las mujeres que no ejercían el
meretricio.
Era la
primera vez en mi vida que salía a hacer el amor sin cigarrillos en el bolsillo
del pantalón. Pensé que sería muy placentero fumar unos cigarrillos mentolados
mientras esperaba a la mujer que siendo madre de un niño, experimentada en
lavados vaginales y conocedora de su periodo menstrual como del qué significa
criar un niño sola, sin la ayuda del padre del hijo que cría, me dio la
garantía que no cometería la torpeza de hacer trampa y correr el riesgo de tener
que abortar. Criar un hijo de por sí enloquece a las personas. Una mujer sola
no correría ese riesgo otra vez. Mucho menos una trabajadora sexual.
Fue elegida
por saber que sus orgasmos eran limpios, que no tenía rastros de papilomas o venérea
alguna y, porque en las veces que hicimos el amor me dejó esa garantía: era el
pago por tener sexo sin riesgo a nada: toda una trabajadora sexual, una profesional
que hace bien su trabajo por unos billetes, un acuerdo donde ambos otorgábamos
lo que necesitábamos: ella dinero, yo placer y, salvar mi vida de un inminente
suicidio.
Al pasar por
recepción, me indicaron el número de la habitación mientras llamaba al padrote
que me pedía, esperar unos minutos, que ella ya estaba por llegar.
Al entrar a
la habitación noté como era siempre, un televisor apagado, pensé que tal vez
tuviera una cámara oculta que volvería a grabar mis sesiones de sexo habituales
antes de la pandemia. No me importó. Pensé que debían haber cientos de videos
míos en la web. Lo mío era luchar por no matarme.
Me desvestí
colocando la ropa sobre la mesita de noche, saqué un par de billetes mientras
observaba por la ventana a las personas pasar al correr la cortina. Todo era
normal para las demás personas. No tuve apremio en fumar un cigarrillo
mentolado, aunque medité que pudo ser mejor esperarla calando el cigarrillo. No
lo hice. Ella demoraba. Volví a llamar al padrote mientras me la jugaba contra
el titular de un diario sensacionalista donde decía: comando anti “privaditos”
dominará la ciudad por el día. Valió la pena ver tanta gente en las calles,
caminando como si fuera un día festivo, con sus barbijos, en plena libertad,
muy diferente a la que se me privó, sintiendo reitero, el haber estado en un
campo de concentración.
Recostado desnudo
en la cama, ella tocó la puerta. Estaba vestida de la manera menos escandalosa
posible, muy sobria, vestimenta propia de una mujer que salió a realizar compras.
Fuiste la
última mujer con quien hice el amor. ¿Sí?, me contestó ella quien de manera
clara me hizo entender que no lo recordaba. Lo cierto es que no me había
olvidado. Tomó con una mano los billetes y los guardó en su cartera. Empecé a
desvestirla como fue mi costumbre siempre. Percaté que su piel estaba caliente.
Estás excitada. No se quitó el barbijo para nada. Gradualmente le quité la
casaca, la chompa, el pantalón y las botas, hasta percatar que había perdido mi
rapidez para desabotonar su sostén. Le quité las bragas negras para reconocer
si seguía sana. Su piel estaba libre de enfermedades, su trasero no olía a
nada. Sigues siendo la misma profesional de siempre, y sin decir más nada, la
tomé con el poder arrebatado de meses de encierro para echarla contra la cama. Ella
empezó a sonreír mientras le decía: vueles a ser mía, a pertenecerme, no pensé
que llegaría tan de pronto este momento. Besé con desesperación esos pezones
que se pusieron de punta de inmediato. Estaba muy erecto yo. Ella me colocó el
preservativo.
Empezó a
recibir mis órdenes como lo hacía antes.
Mis brazos se
metieron debajo de su espalda contra la cama. La apretaba contra mi pecho con
furia. Estoy otra vez dentro de ti, me perteneces una vez más, eres mía. Sujeté
su largo cabello con mis manos y sacudí con fuerza su cabeza contra la cama
mientras la penetraba con violencia y rapidez. Estaba sometida, demasiado
sumisa, débil ante mis reclamos, incapaz de decirme no a nada. Le ordené que
cambiara de postura, se echara ahora boca abajo y se pusiera de rodillas ante
mí. La penetré sin tenerle piedad. Ella descansaba su cuerpo sobre sus rodillas
y codos en la cama. Empujé con fuerza y control sus hombros hasta rendirlos
sobre la cama y descansar mis 95 kilos sobre ella. La tomé con fuerza de su
larga cabellera otra vez como si se tratara de dominar a una yegua salvaje. Uno
nunca se olvida de hacer el amor, pensé. En segundos volví a ser el varón que
volvía putas a las putas. Mordí con furia su espalda mientras la penetraba con
todo el peso de mi cuerpo sobre ella. ¿Me amas?, le pregunté, sin darle tiempo
a pensar: soy yo el que ordena: repite todo lo que yo diga: “Te amo Mauricio”. Ella
repitió: “Te amo Mauricio”. ¡Tienes que decirlo como si lo sintieras de verdad!,
le grité mientras extendía sus brazos hasta los ángulos de la cama y apretarlos
con todas mis fuerzas a la vez que entraba y salía de ella y lo decía vivamente
a sus oídos. Nunca dejaste de ser mía, ¿entiendes que soy dueño de ti y que me
perteneces aún bajo la amenaza de una extinción humana?
Me levanté de
la cama dejándola con la boca abierta, extasiada y confundida. Mi esperma no es
para ti. ¿El padrote tiene otra mujer para mí? Sus ojos al verme decían: “ten
piedad de mí”. Se vistió mientras llamaba al padrote. Estaba coordinando la cita
con su mejor mujer, una colombiana de piel muy clara, de mirada de diosa,
llamada Luna. Está por venir. Me tiré sobre ella, le dije que era muy bella,
hermosa, que la había extrañado mucho. Ella reía, no tenía voluntad para
decirme no en nada. Dejé que se levantara para golpear su trasero, meter mis
manos sobre su sexo, para luego decirle: has hecho bien tu trabajo, puedes
irte, quiero a Luna, quiero más sexo, quiero más.
Luna era una
mujer de quien muchos varones se enamoraron perdidamente y en quien pensé,
sería la elegida para mi siguiente novela. Hice el amor con ella anteriormente
2 veces. Pensé en cómo hacerle el amor.
El hombre del
hotel me pidió pagar por otra hora más por la habitación. Le alcancé un billete
y se marchó. A los minutos ella apareció. Estaba vestida en un buzo gris
ceñido, con borceguíes, llevando en el hombro una mochila con sus acostumbrados
geles, preservativos, papel higiénico, alcohol, celular y otras cosas más que
no me importaron.
Por qué me
has sacado la vuelta, me dijeron que querías que fuera tu esposa. En ese
momento la sentí derrotada desde antes de poner el primer pie dentro de la
habitación, cuando aún no había cerrado la puerta. Eras la elegida, pero el
padrote no me dio tu número de celular, no respondo números que no están
agendados ¿No fumas?, no estás fumando cigarrillos. Recordé que eso siempre
observaban ellas en mí, que yo oliera a cigarrillos mentolados. Puedes revisar
mi pantalón, no traje cigarrillos, ¿debía traerlos?
El encantador
de las mujeres para el amor, se puso a sus pies para quitar los pasadores de
unos borceguíes mientras le decía: “observa la pleitesía que hago, me pongo a
tus pies mientras elevo mi mirada a tu rostro para que veas que honro tu
belleza”. Su calentura fue de inmediato mientras decía: “los sacaré yo, esos
pasadores son bien difíciles de sacar”. Hecho ello, en pie, se dejó quitar la
ropa con suma facilidad para ver su piel muy nacarada, muy blanca, apenas algo
rosada. Estaba encorsetada. No tuve tiempo para meditar en fracciones de
segundo cómo derrotaba así a sus demás clientes. “Te haces llamar Luna, pues
quiero lo mejor de ti, ya que en este momento, eres la representante del sexo
femenino y, quiero que seas tan digna como el nombre que usas: Luna”.
Desnuda ante
mis ojos le pedí atención venerable a mis órdenes. Vi sus ojos muy bellos y
llenos de misterio. “Es una lástima que uses barbijos, en otros tiempos me
habrías hecho un sexo oral sin retenerte”. “¿Quién dijo que no lo haré?”, y se
postró de rodillas ante mí mientras mi miembro viril duro, muy crecido y
grueso, ella lentamente se lo introducía a su boca. Espera, quiero que veas
bien a mi miembro viril, porque solo a él adorarás, él es tu único dios y solo
por él vivirás. Tomé con mis manos su cabeza mientras ella succionaba mi
miembro viril, sintiéndolo dentro de su boca, vulnerando su soberanía absoluta
ante mí, profanaba su cuerpo, mis palabras fueron más allá de su alma: “debes
aprender a metértelo todo dentro de tu boca, a partir de ahora tu cuerpo y alma
me pertenecen y solo vivirás para satisfacer mis placeres”.
Entonces me
pidió un masaje para que se sintiera ella relajada y menos nerviosa, sin miedo
ante mi poder. La tomé de sus caderas de modelo y con mis dedos exploré su ano,
no estaba dilatado ni húmedo. “Sé que piensas, no me gusta el sexo contra
natura, solo quise ver tu ano para saber si estaba muy prolapsado”. Su voz era
muy serena pero derrotada por dentro, repitiendo con una interrogante que
parecía más bien una observación esperada por toda su vida: “…no te gusta el
sexo anal”. Mis manos dominaron sus nalgas duras, hasta cerrarlas en su cintura
que triunfaba sobre las demás mujeres de la ciudad. Mis dedos eran empujados
por mis manos que encerraban todo el deseo de los varones por poseer a una
mujer bella y tener sexo, recorría su espalda. No pudo más, me pidió que la
penetrara, se volteó, la penetré con el preservativo puesto desde el momento en
que me hizo el sexo oral, no solo su piel estaba caliente, su útero también lo
estaba, no olían a nada sus orgasmos, también es sana, pensé, mientras le
ordenada que enredara sus piernas sobre mi cintura y con sus brazos rodeara mi
espalda: “haz de cuenta que te pertenezco y seré el hombre que te hará el amor
y complacerá hasta que pierdas la noción de ti misma y seas solo un cuerpo que
necesite de mi sexo todos los minutos de tu vida”. Sin inmutarse como siempre,
sus palabras sin embargo expresaron emoción sin cambiar en ningún momento de
tono: “¿lo dices en serio?”. “Dije bien claro que hicieras de cuenta, no fue un
juramento", mientras con mis manos percaté que su cabeza era muy pequeña entre ellas y que era tan frágil como la cáscara de un huevo.
Me cansé en
ese momento de hacerle el amor de esa manera. “Voltéate”. Su cuerpo perdió toda
gravedad en mis manos, debo entender que se sintió conmigo en el cielo, volando
entre las nubes, sin peso alguno.
He hizo lo
que las mujeres y trabajadoras sexuales hacen cuando quieren vengarse de uno en
la cama: cerró su hueso pélvico. Esa era una experiencia para mí muy aburrida. Déjalo
allí, no quieres ser penetrada más, estás cerrando tu hueso pélvico, ya no
quieres ser penetrada, no me gusta ir más lejos cuando las mujeres no lo
quieren. ¿De qué habla usted? En ese momento empezó a tratarme de “usted”. Luna,
he escrito bastante sobre esto, ¿no has leído mis escritos donde escribo sobre
ello? He leído todos sus libros, ¿por qué dijo que solo yo sería su esposa y
llamo a otra antes de mí? Era como un entrenamiento para darte la leche a ti. Ella
se levantó de la cama mientras yo estaba erecto, recostado sobre la cama. Veo que
usted le dice a todas lo mismo, que las ama, las adora, que ellas son las
únicas en su vida. La miré a los ojos mientras ella se vestía sin querer irse:
ambos somos iguales, lo sabes bien, amamos al placer, nada más, sonriente
afirmé: el amor murió en abril cuando hubo el confinamiento, le hice el amor a
muchas mujeres y ninguna me llamó cuando la familia humana estaba a punto de
desaparecer, por qué no eres como tu hermana, ella es tan linda, tierna, dulce,
se deja entregar. Su hermana era una mujer igual de alta, de senos inmensos y
un derrier que solo podría ser penetrado por los más dotados por el placer y la
excitación. Claro, usted ha estado con todas, usted es el hombre que ha estado
con todas. ¿Tiene algo de malo amar el placer que otorga cada mujer? No, pero
has cambiado, antes eras alegre, ahora eres diferente.
¿Ellas habían
cambiado? Mi rostro debía ser el de un hombre muy feliz, sin embargo, ellas no
lo notaban. La lucha para todos no fue igual. ¡Vámonos!, parece que en mí nada
ha cambiado, sigo sin dar la leche, aun teniendo bajo mi poder a dos mujeres
muy ardientes. ¿Me vas a acompañar? Eh, sí, hasta la puerta.
Terminamos de
vestirnos. Pasamos por recepción. La mujer que atendía me vio con perplejidad,
parecía no creerlo, yo le había hecho el amor a dos mujeres muy bellas, y no
mostraba signos de enamoramiento, solo signos de estar muy complacido y
satisfecho.
Al salir del
hotel le dije, chau, gracias por haber sido sincera conmigo, habríamos
fracasado como pareja si ibas a hacer eso siempre, Luna. ¿Qué?, me preguntó sin
perder su imperturbabilidad. Nada, perdería el tiempo en reclamarle el por qué
cerraba el hueso pélvico, solo supe que me llevaba el secreto de las muchachas
y mujeres que se hacen llamar Luna, nada, repetí.
Y caminé en total libertad por la ciudad otra vez.
Juro que ya había renunciado a esas experiencias donde tenía
bajo mi dominio a las mujeres que no podían rendirse ante mis viriles palabras,
encantamientos acompañados de penetraciones, donde batallaban no contra el
amor, sino contra el temor de morir entre mis brazos, sin poder oponerse.
Julio Mauricio
Pacheco Polanco
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Julio Mauricio
Pacheco Polanco
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